Tengo un lejanísimo recuerdo del Mundial de Argentina. Si acaso la imagen algo borrosa de un partido de madrugada en la televisión en blanco y negro de casa. Aquel año estuvimos a punto de ganarle a Brasil con el no-gol de Cardeñosa, cuando ganarle a Brasil era lo más parecido a un imposible, por no hablar del respeto y admiración que iban vinculados a aquel nombre en lo futbolístico. Se debía, sobre todo, a la herencia depositada en la memoria de nuestros padres por un tipo sublime con el balón en los pies y el 10 a la espalda que respondía al nombre de Pelé, y que todavía logró agrandar más su leyenda entre los de mi generación con aquel gol de tijera -y de ficción- en Evasión o victoria: John Huston no tenía ni idea de fútbol, pero sí estaba curtido en cualquier tipo de emociones, incluida la de los goles que somos capaces de retener para siempre.
Y esa celebración futbolística en torno a Brasil se agrandó cuando llegó nuestro Mundial y nos aprendimos, como si fuera la nuestra, la alineación de un equipo que lideraban por entonces Zico y Sócrates, y que pasó a la historia pese a no alcanzar la final. Ese también fue el año de Paolo Rossi, de Dino Zoff, del primer Maradona, de la pobre -en realidad rica- selección de Kuwait, de Platiní, Rumennigge, Boniek y un exótico portero que terminó por echar raíces en nuestro país, el camerunés N’Kono, cuando los mundiales eran un escaparate en el que los clubes perseguían a cualquier estrella emergente, porque era la forma más directa de conocerlas -ellos y nosotros-.
Cuando llegó la cita de México ya teníamos acné -eso es lo que tienen de malo los mundiales, que son cada cuatro años-, pero el mismo respeto y admiración por Brasil, agravada en este caso porque era nuestro primer rival. Fue en el estadio Jalisco, donde volvió a perseguirnos la maldición de Cardeñosa con otro no-gol (que sí fue) de Míchel y que nos negó el árbitro. Después llegó Sócrates y puso fin al sueño.
Aquel día, el centrocampista brasileño, al que solo habíamos visto de un mundial a otro, pero al que también le bastaba su nombre para infundir el mismo respeto y admiración que su selección, saltó al césped con una cinta blanca para el pelo anclada en la frente, como la de un tenista. Aquello no tenía sentido, pero allí estaba Sócrates, serio y erguido mientras sonaba el himno de su país, con su cinta blanca como un reclamo. Y lo era. Después supimos que era su forma de reivindicar derechos y libertades para la sociedad brasileña, donde acababan de poner fin a 21 años de dictadura, y de exponer esa realidad ante todo el mundo, ya que a veces incorporaba alguna frase en la franja de la propia cinta.
En una entrevista emitida poco antes de su muerte justificó aquella decisión con una frase rotunda: “Si la gente no tiene el poder de decir las cosas, entonces yo las digo por ellos”. Frente a su gesto de entonces, en la Brasil de ahora es difícil encontrar a alguien con su compromiso moral y social, entre otros motivos porque estarían poniendo en riesgo algunos de sus millonarios contratos publicitarios.
Y el caso es que ha habido pocos mundiales como éste en el que los jugadores -de cualquier país- hayan podido encontrar motivos -sobre todo por su exposición e influencia pública- para reivindicar mensajes en favor de la tolerancia y el respeto a las libertades individuales. Todo lo contrario. La FIFA se sacó el lunes de la manga una normativa para amonestar con tarjeta amarilla a quien luciera el brazalete de capitán con los colores del arcoiris en favor del movimiento LGTBIQ, con lo cual todavía están a tiempo a que puedan hacerlo el día de la final, en la que ya no tendrá consecuencias la sanción. Y más aún: la decisión del combinado alemán de posar antes de su partido tapándose la boca con la mano se ha saldado con más reprimendas que aplausos, como posible causante de la derrota en el encuentro posterior.
Es un mundial, nuestra selección ilusiona, pero es noviembre, apenas queda nadie por descubrir y el fútbol, que siempre fue para vivos, que fue rebeldía, rabia, coraje, inteligencia, y hasta eso tan cursi que se dice de “la vida en 90 minutos”, ha terminado por claudicar ante lo único que mueve el mundo, el dinero.