Y Lola Flores a taconazos y cantando sobre el escenario de aquel viejo teatro sevillano ya desaparecido, con la platea casi vacía porque era un sábado de finales de junio de 1988 y el personal, claro, se había ido a Matalascañas, pero ahí estaba Lola con su arte salvajemente humano, sobre sus muslos de bronce, con la voz algo desgastada pero llena de matices de juerga y angustia, inigualable Lola, oceánica de lerele, trasladando emoción desde su alegría traspasada de cicatrices. La emoción es una transformación del mundo. “Está mi niño embrujao/ por culpa de tu querer”.
Lola Flores cumpliría ahora 100 años. Murió en 1995. Alguien escribió con crueldad entonces: “Qué tiene la Zarzamora que a todas horas llora que llora: tiene cáncer”. Lola era el arte en estado puro, un arte como surgido directamente de la tierra, sin academias ni teorías, salvaje, el arte en su máxima expresión de furia y belleza recubierto con un traje de faralaes de lunares rojos. A Lola, estos días, a veces se la está reduciendo a anécdotas de su vida, porque ella vivió cada momento intensamente, quizás porque desde joven intuyó que su vida iba a ser corta, y por eso se la bebió a grandes sorbos, como Manolo Caracol devoraba los vasos de vino tinto, mientras afirmaba, y Lola le dio siempre la razón: “Las cualidades que debe tener un cantaor flamenco son: primero, gustarle el vino, gustarle las mujeres con locura, gustarle el tabaco, gustarle los toros, y gustarle las peleas de gallos ingleses”.
Lola fue un mito de la España franquista, pero ella surgió del pueblo y siempre perteneció al pueblo, que la consideró (y la considera) permanentemente suya. Lo advirtió Francisco Umbral en un remoto libro: “En España, los gitanos, los flamencos, los andaluces, son ocasión para la retórica de los señoritos”. Aunque Lola, en realidad, solo perteneció a ella misma y a su familia. Cuando nació su hija Lolita, anheló que estudiara una carrera y “aprendiera buenos modales”. Lola amó profundamente España, aunque España a veces la maltratara, como este país hace históricamente con sus grandes mujeres y hombres. Ella intuía también que solo en este hábitat era soluble su arte. Dijo: “Aparte de lo de Hacienda y otras cosas que he pasado por el camino, aquí en España estaré siempre, mande quien mande, porque estoy orgullosa de ser española”. Aunque, y Lola lo sabía, lo malo de España es que sea tan española. Ella viajó por el mundo, pero se enamoró de La Habana, que le pareció “como un Cádiz con negritos”. Pasan los años y se sigue recordando a Lola Flores. “Y qué cómo me la maravillaría yo”.