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La mística de los derechos humanos

Sí todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona, nadie puede truncar existencia alguna. Los poderosos tienen que tender la mano a los desvalidos. Ya está bien de tantos privilegios para algunos y para otros sólo humillaciones.

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Todos estamos llamados a vivir la mística de los derechos humanos, puesto que todo ciudadano que se precie debe ejercitar el espíritu para la perfección. Es prioritario que cada cual mantenga su dignidad sin perjudicar la libertad ajena. Por otra parte, el contenido de estos derechos no los puede determinar poder alguno. Sí todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, no tiene sentido batirse en duelo de intereses. Los derechos que cada cual reclama para sí mismo han de ser los derechos que vierte para todos los demás. Por desgracia, son muchas las personas a las que se les niega los derechos y las libertades proclamadas. En ocasiones, les perjudica ser de una determinada raza, color, sexo o religión. Otras veces, son tan míseros que no se les considera ni persona. Son tantas las torturas que nos entran por los ojos, que lo más bajo que puede pasarnos es que nos acostumbremos a ellas. No hay otro secreto para el cambio que accionar la sensibilidad mística.
En la naturaleza misma del ser humano está la mística de los derechos universales. Todos tenemos derecho a ser tratados como persona. Hay que poner fin a la discriminación contra los pueblos indígenas, a los que se les suele negar el control de su originario desarrollo basado en sus oriundos valores. Hay que dejar hacer, el mundo lo hacemos entre todos, y nadie, por si mismo, tiene el copyright de derechos de autor. Tampoco es de recibo la persistente discriminación contra los migrantes. Si queremos vivir la poética de la diversidad no cabe el aislamiento, y mucho menos hacer la vida imposible a personas indefensas. La actual crisis económica ha agudizado aún más esta tendencia segregacionista. Desde luego, cualquier discriminación contra las minorías nos deshumaniza por completo, nadie es quién para negar el derecho a disfrutar de su propia cultura, a profesar y practicar su propia religión o utilizar su propio idioma. En la misma línea de denuncia está la discriminación contra las personas con discapacidad. No se entiende que estos seres humanos vivan al margen de la sociedad. Como tampoco se comprende la discriminación contra la mujer. Es indigno que la violencia contra ellas prevalezca en todas las culturas a una escala inimaginable. Para mayor dolor del planeta, el acceso de la mujer a la justicia tropieza con obstáculos increíbles, con leyes discriminatorias, con actitudes salvajes y modos inhumanos. Todo esto es el reflejo de que aún el hombre es un lobo para el hombre.
Ciertamente, las personas cuando perdemos la mística, cuestión que concierne a la ética, nos volvemos más bárbaros que las bestias salvajes. Sí todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona, nadie puede truncar existencia alguna. Los poderosos tienen que tender la mano a los desvalidos. Ya está bien de tantos privilegios para algunos y para otros sólo humillaciones. Todos somos conscientes de la inseguridad que nos hemos trabajado desde el odio y la venganza. Los males provienen de nosotros mismos. En parte, por no poner coto a la brutalidad y a la codicia que nos gobierna. La pobreza comienza cuando se le niega a un niño del derecho fundamental de la educación. Los actos perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal, surgen por un deseo de aborrecimiento hacia ese ser humano. En el mundo no pueden abundar más las armas de guerra, que los defensores de los derechos humanos. La vida de estos valedores hay que ensalzarla como ejemplo, en lugar de alzar monumentos a las contiendas o conmemorar heroicas batallas. Nos interesa más la labor de estos héroes de la paz, que son los únicos que pueden avivar una cultura de derechos humanos.

Téngase en cuenta que si queremos vivir en paz, debemos antes velar bien las armas y los que las utilizan. No puede penetrar la mística de los derechos humanos en el hombre mientras cosechemos, en el planeta, estúpidos vencedores y rencorosos vencidos. En la búsqueda de la humanización, el amor ve más que la razón. Y por amor, nadie puede estar sometido a esclavitud ni a servidumbre. Volvemos a los mismo. La mayoría de quienes padecen este sufrimiento generado por sus semejantes, son pobres y pertenecen a la nómina de excluidos por la sociedad. A todos, nos consta, que la esclavitud y la trata de esclavos están prohibidas en todas sus formas. Sin embargo, a pesar de que nadie tiene derecho a esclavizar a otra persona, la trata de personas sigue siendo un gran negocio, uno de los que más, para muchos dominadores. El hecho de que estas atrocidades, lejos de cesar se incrementen, debería despertarnos el corazón y caérsenos la cara de vergüenza. El estado de derecho tienen que valer igualmente para los poderosos como para los débiles, sí acaso más para los oprimidos, no al revés.
Evidentemente, cada ser humano tiene su cuota de responsabilidad, porque todos debemos ser defensores de los derechos humanos, es una mística que nos enraíza a la persona. Por eso, mal que nos pese, fallamos la especie, porque en lugar de educar en derechos humanos, nos educan para ser objetos productivos. Un cultivo que realmente no es, como pasa con los derechos humanos, difícilmente puede enraizarse como cultura en el espíritu humano. Los derechos humanos los demanda la vida, cualquier caminante de este mundo los precisa para poder vivir. Son la energía necesaria para sentirse bien, la mística que todos pedimos. Somos más humanos con los derechos humanos. Desde luego, para nada es humano mantenerse en la indiferencia ante los sufrimientos. No hay que dejar de ser humanos. Sería lo peor. La muerte de la civilización. Si la Declaración Universal de Derechos Humanos es un baluarte mundial que todos debemos activar, la mejor manera de darle vida, es sentir la humanidad como algo propio. Un deber, por cierto, que a uno por uno nos incumbe.

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