No nos salvamos ninguno. Sea cual sea tu estado social, tu nivel de estudios, tu cuna, tu profesión. Aunque no seas consciente, aunque te duela el corazón, no te libras.
Porque todos somos manada cuando vemos en un escote o en una minifalda una provocación y una llamada, cada vez que el diccionario distingue entre zorros y zorras. Nos convertimos en uno de sus asquerosos miembros en cada ocasión en que admitimos como excusa una copa de más.
Manada somos y participamos de sus ruines actos cuando sabes que una compañera de trabajo hace tu misma labor y cobra menos que tú y callas, cuando te escandalizas por una falsa denuncia de malos tratos, y no ves que está enterrada bajo docenas de cadáveres de madres, hijas, esposas. Lo eres cuando escurres el bulto, subes el volumen de la tele, te haces el sueco, pensando en que no es asunto tuyo.
Eres cómplice cuando ríes las gracias de machitos sin escrúpulos que ven en una chica con dos copas de más una oportunidad para dar rienda suelta a la basura que llevan en las venas, en cada ocasión en que pones en duda a una víctima de violación porque luego tiene el coraje de seguir haciendo su vida, en lugar de encerrarse en casa y enterrarse en vida, demostrando que la valentía no reside en las ingles, sino en el corazón.
Te conviertes en parte de esa escoria no entiendes que un no es un no, a no ser que lo diga Pedro Sánchez. Aunque antes fuera sí. Aunque antes quisiera. Y da igual que fuera uno o media docena. No es no. Y si no lo entiendes, eres manada.
Lo eres cuando hablas de ayudar en casa, y no de compartir. Cuando crees que ser ama de casa no es un trabajo, cuando ves en una feminista un peligro castrante; incluso son como ellos los que desde sus campañas publicitarias venden con carne de mujer, prostituyendo la belleza al servicio del mercado.
Todos somos manada, acomplejados al ver como ellas vuelan por los cielos del siglo XXI, mientras nosotros seguimos quitándonos el polvo de los caminos del medievo.