En 2010, en mitad de una crisis galopante, con una destrucción de empleo imparable, desahucios y embargos a diario, cierres de empresa, EREs y ERTEs a mansalva, y un país en estado depresivo, al Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero se le apareció Dios -o cualquier tipo de ente interplanetario- en forma de mundial de fútbol. Millares de españoles olvidaron sus problemas y sus miserias y salieron a las calles a celebrar cada una de las victorias de la Selección hasta el apoteósico partido contra Holanda, que tuvo como epílogo el multitudinario recibimiento a los jugadores por las calles de Madrid, como si viniesen de conquistar Marte o poner fin a todas las guerras. El Gobierno respiró. La felicidad era esto. Cómo vería la cosa ZP que decidió no ir a Sudáfrica a presenciar la final para que no le acusaran de gafe si España perdía y terminaran culpándole de hundir el sueño de varias generaciones de españoles. Él también respiró. Lo necesitaba, aunque solo se tratase de ganar tiempo.
Pedro Sánchez también parecía encomendado a esta Selección para emular a su predecesor en lo de ganar tiempo y ahorrar titulares y explicaciones, aunque Florentino, Lopetegui y Rubiales se encargaron de reescribirle el guion y dejarle sin el comodín del público. Ya ni siquiera llegamos a cuartos: entonces nosotros éramos los felices, antes de que llegasen Xavi e Iniesta. Pero incluso la polémica destitución del entrenador, la inseguridad de De Gea, las alineaciones de Hierro y el pase de la fase de grupos, propiciaban que no se hablase de otra cosa: a la hora de los partidos, hasta las urgencias de los hospitales parecían la sala de espera del aeropuerto de Castellón; ya se sabe que el fútbol lo cura todo.
Una vez con el billete rumbo a la Venta del Nabo -con permiso de La cámara de los balones-, y a punto de convocarse un gabinete de crisis para hacer frente a la inesperada, aunque inevitable situación, al Gobierno de Sánchez también vino a aparecérsele Dios, o la Virgen, o cualquier misterio gozoso, inclusivo y aconfesional, en forma de Congreso Extraordinario del PP. Es más, al PSOE solo le ha faltado invitar a palomitas para que disfrutemos del espectáculo, y eso que, tras la primera sesión, estamos aún con los trailers. El de Cuéntame es tan lacerante como concluyente, con nominación incluida para Javier Arenas: maldita hemeroteca.
Muchos populares han tardado en darse cuenta de que la candidatura de Pablo Casado iba y va en serio. No se pasa de la nada a disputarte el título de liga en un par de semanas sin el talento, las ideas, ni la mala uva necesaria, que son los que le han legitimado para dar un puñetazo encima de la mesa sin importarle que le llamen la atención, porque ya ha conseguido captarla, y ahora es lógico que se niegue a abandonar la cancha a costa de un enrarecido e inédito ambiente que, pese a todo, tiene pronta fecha de caducidad.
A Pedro Sánchez todavía le quedará el mes de agosto para mantener la calma chicha, pero en septiembre, con un nuevo o nueva líder de la oposición, y sin más excusas que la de pasear al perro por los jardines de palacio, tendrá que empezar a dar la cara y ofrecer explicaciones del momento en que “se jodió el Perú”, que fue, prácticamente, al día siguiente de nombrar a sus ministras y ministros: un excelente comienzo para un decepcionante desarrollo en el que se acumulan las traiciones, una tras otra, consolidadas sobre la base de nuestra propia ingenuidad, hasta el punto de hacernos creer que se había quedado con todos los partidos que le habían dado su voto por el mero servicio de mandar a Mariano Rajoy a la oposición.
Fuentes del gobierno andaluz reconocen, off the record, que el ejecutivo de Pedro Sánchez va a durar menos de lo que parece, aunque en su caso tampoco cuenta mucho, puestos a confundir el deseo con la realidad. El ritmo al que va, de concesión en anuncio, de buenismo en disparate, pero, sobre todo, de encuesta en encuesta, pueden empujarlo a hacerlo más pronto que tarde, pero más aún esa oposición en orfandad que está obligada a ejercer un papel sin distracciones de otro tipo.