Una turbia atmósfera vuelve a embargar a esta civilizada sociedad que arde de indignación contra quienes no asumen lo establecido o impuesto como único estilo de vida, contra quienes intentan vivir según sus sentimientos sexuales, afectivos y/o comportamentales. Una discriminación latente que engendra rabia y una desconcertante violencia fruto de la propia incultura y, en estos tiempos, de políticas criminalizadoras disfrazadas de “sentido común”, reabriendo problemáticas sociales que costaron décadas de sufrimientos, en las que se vuelve a incidir con mayor dureza y de forma sibilina.
Ideas que incitan al odio y al rechazo que estamos observando vuelven a establecerse en ciertos colectivos sociales, fomentando y potenciando historias desgarradoras como las vividas por Eva Vildosola, una chica de 19 años brutalmente agredida por el simple hecho de vivir tal como se siente y tener la naturalidad y valentía de expresarlo libremente , como así debería ser. Este rechazo marcado por el odio incomprensible deja latente la verdadera crueldad que aún persiste y que sutilmente sigue sembrando la repulsión entre las diferentes formas de entender la sexualidad.
“Desde la religión las orientaciones no heterosexuales han sido repudiadas como pecados contra la ley de Dios, desde la medicina han sido estigmatizadas como patologías sexuales y desde los códigos penales han sido condenadas como delitos contra la moral” (Crompton, 2006). Desde esta base, que aún sigue marcando las pautas de conductas, es difícil que una sociedad pueda cambiar y evolucionar desde la equidad y el respeto, quedando anclada en un pasado tormentoso, donde el miedo al rechazo sólo es el inicio de la tortura más cruel a la que una persona puede estar sometida, despojada de su dignidad, que duele más que los propios golpes.