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Jueves 25/04/2024  

Una feminista en la cocina

El síndrome Putin

La edad no nos pasa por encima igual a todos, ni la procesamos del mismo modo

Publicado: 05/10/2022 ·
13:47
· Actualizado: 05/10/2022 · 14:12
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Autor

Ana Isabel Espinosa

Ana Isabel Espinosa es escritora y columnista. Premio Unicaja de Periodismo. Premio Barcarola de Relato, de Novela Baltasar Porcel.

Una feminista en la cocina

La autora se define a sí misma en su espacio:

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Putin.

Conozco sesentones clavaditos a Putin, que piensan que son lo mismo que hace una tira de años. Y díganselo en la cara y les matan, aunque sea con la mirada. Putin no, que si quisiera fulminarnos lo haría con un concierto de megatones. La edad no nos pasa por encima igual a todos, ni la procesamos del mismo modo. No tiene que ver con el género, ni la condición, sino que juraría que tiene que ver con el poder y la ostentación de éste, incluso cuando ya no existe. Como Putin.  Debe de tener un efecto tan embriagador y mágico el creerte por encima de los demás, que no quieres dejarlo ni a rastras. Otra no me cabe, porque no me digan que no es mejor tumbarte a verlas venir en una jubilación con todo a tu disposición, en vez de liarla con todo y con todos, de paso jorobando a todo el que se te enfrente. Pues no, a algunos eso precisamente les da la vida, porque creen que siguen en la cúspide del poder. Calaveras ufanas y sacos de sangre galopantes. Eso es lo que somos. Solo nos separa del abismo lo que amamos, lo que cultivamos y las poquísimas alegrías que nos regala esta vida entrecortada de rechinar de dientes. Sin embargo, hay gente que solo conjuga los verbos “ser” y “tener”, dioses para los que viven en continua adoración sin que les permitan ninguna otra licencia. Un jubilado -de casi setenta, como Putin- debería dedicarse a dar conferencias, viajar, pensar y dejar respirar a todos los que nos tiene acongojados cada vez que se resfría.

Un jubilado debería dedicarse a vivir la vida como una explosión de regalos con fecha de caducidad. Porque nacemos para oxidarnos y que nos reciclen con gran costo funerario. Nos volvemos caricatura de lo que fuimos, aunque no nos guste.  Solo algunos privilegiados lo saben, mientras hacen cola en el IMSERSO. Nunca lo sabrán ni Putin, ni los sesentones tardíos que se creen donjuanes eternos, seductores de todo lo que toquen. Conoces a alguien que ha ostentado poder por su paso, por su mirada o por la forma cómo coloca las manos. Lo pude comprobar en el Geriátrico de mi madre con los terminales de Alzhéimer que aún tenían grabadas en su conducta el lavarse las manos para el que había sido médico, el dedo en alto de la antiquísima supervisora del Mora o el miedo a perder sus joyas de una matrona gaditana… Estar al pie de un geriátrico (aunque sea de visita) te escama el tuétano, porque te deja ver lo que en realidad somos, huesos y pellejos del alma. Putin también lo será, como cada uno de los líderes que cuadricularon portadas de rotativos y luego se perdieron en el olvido de páginas digitales y ludotecas.  Miren las revistas antiguas que los ancianos atesoran en sus casas como recordatorio de su propia existencia. Si tienen la oportunidad de hacerlo, desgranen la historia de atrás hacia delante. Es un ejercicio muy completo que deberían enseñar en los colegios. En la era digital no valoramos el agua, la luz, el techo sobre nuestras cabezas, ni casi nada. Solo la mundanidad de ser y tener hasta agotar nuestros recursos más elementales. Porque nos han enseñado a darle vueltas al consumismo de reciclarnos a nosotros mismos, en más pestañas, más volumen capilar, más misiles, más territorio, más salidas al mar o más centrales nucleares. Simplificar es la solución a todas las ecuaciones. Simplificar es vernos a nosotros mismos sentados en un sillón, vegetando de asco. Gloria mundanas que no dan más que para digitalizar y menear las bolsas que no suenan, porque el dinero de los griegos prosperó a cotas inesperadas. Por más que quieran cuatro hippies que venden queso payoyo de confección casera en una página digital, la vida es lo que es y los sesentones que casi llegan a los setenta deberían sentar sus posaderas y dejar de jorobar a los demás con delirios de grandeza. Ni el Zar volverá, ni el necio será más listo porque envejezca. Como mucho, aprenderá a babear al ritmo de Macarena saliendo del altavoz del móvil del auxiliar que le sustenta.

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