Pásame esa ballena

Publicado: 10/10/2022
Autor

Ana Isabel Espinosa

Ana Isabel Espinosa es escritora y columnista. Premio Unicaja de Periodismo. Premio Barcarola de Relato, de Novela Baltasar Porcel.

Una feminista en la cocina

La autora se define a sí misma en su espacio:

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Todos tenemos ya una poltrona reservada, si nos acoge la suerte, porque morirte solo en tú casa siempre es una posibilidad


 Ha aparecido muerta otra ballena. Varada en tierra de nadie, porque no es moco de pavo transitar los mares cuando los tiburones humanos los custodian. Dicen los expertos que no saben qué ocurre, pero ya me dirán qué fondos habrá para estudiar esta tragedia unilateral cuando nos acechan los virus a los homínidos dominantes. No somos muy de empatías los humanos, más que si las traemos a nuestro terreno. Si me esfuerzo, puedo recordar que solo hemos humanizado a la hija de Don Cangrejo, el jefe de Bob esponja y a la amiga del espanta-tiburones. Más allá de eso, en lo que se refriere a cetáceos por encuadrarlos de algún modo, poco más que liberar a Willy nos queda. Qué sí, que se estudiará en la Uni. Qué sí, que hay muy buenos documentales. Pero a mato grosso ya me dirán qué nos importa una ballena muerta en nuestra playa con la que está cayendo. La gente se llena la boca de impuestos, inflaciones; Los de los bancos queriendo vender deuda para dar créditos alcistas, mientras los inversionistas están pensando qué hacer con su puñetero dinero para que no se les escurra de las manos como si fuera gelatina.

No es buena época para otras especies. Nunca lo fue desde la antigüedad. Ya no se estudia Historia más que para llenar hueco de asignaturas que componer un mapa físico- más que mental- a aquellos que nos sucederán para obviarnos pensiones y meternos en residencias geriátricas. Todos tenemos ya una poltrona reservada, si nos acoge la suerte, porque morirte solo en tú casa siempre es una posibilidad, como si fueras ballena y ya no quieres nadar más, ni pelearte con los tiburones, ni las mareas, ni las tormentas. El cielo de repente deja de ser azul, pero no se convierte en malva como si fueras daltónico, ni le salen naves espaciales venidas de otro planeta, sino que se aploma sobre tu chepa y dejas de correr. Ves a los demás hacer su vida de hormiga, mientras tú te ríes escupiendo esa saliva que te ahogaba en el pescuezo, porque has dejado de preocuparte por cosas de humano tan necias y burdas como pagar, pagar y pagar. La rueda de hámster se ha detenido, porque te has bajado a traspiés con miedo a dar tus primeros pasos reales desde que te enchufaron en la máquina de desbrozar voluntades.

Ha pasado mucho tiempo- demasiado- sin sentir nada, con el corazón parado viéndolas venir, acumulando kilómetros de viraje sin emociones palpables. Y la arena de la playa parece tan apetecible y quieta. Tan rubia en su rotundidad, que te dejas llevar por la marea, esa que siempre esquivaste, esa que nunca te impulso a nada que no fuera correr y correr. Ahora – en cambio-te balancea en ondas intermitentes, con algas que te acarician el lomo para dejarse ir exactamente igual que tú. Te hermanas con ese cielo que ahora sí es azul, luego negro plagado de las más hermosas estrellas. Y llegas a tu destino final sin muerte que te acoja, porque siempre viajó contigo dando fe las cicatrices, las magulladuras y los desperfectos que tu cuerpo ostenta como bandera de la libertad que creíste ejercer por vivir una vida que te había impuesto tu especie y este jodido planeta que devora todo lo que crea. Destruye incluso a los descerebrados que buscan la fama a base de exponer sus miserias para una operación de aumento de masa corporal, nunca de cerebro, nunca de sentimientos. La ballena es sabia, tanto que se suicida ante nuestros ojos para regalarnos una advertencia. Pero hacemos oídos sordos como a la historia que converge, a los ancianos que mueren desangrados de vida, a los enfermos que no son ángeles caídos sino esclavos del ADN. Idiotas nosotros los que miramos sin ver, los que nos afanamos por llegar los primeros al foco de luz para quemarnos las pupilas, ahogados de bobería e ignorancia supina.

Quién tuviera la fuerza de la ballena para escupir bien alto la rabia, la ira y el desprecio. Quién pudiera saltar sobre las olas, aun teniendo que volver al mismo vertedero. Quién dejarse llevar para besar la fría arena. Porque al menos lo habríamos intentado, los que movemos con nuestro cuerpo este enorme artesonado de cadenas, artefactos y ruedecillas de hámsteres.

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