Sostiene Hayao Miyazaki, a través de uno de sus personajes en El viaje de Chihiro, que “nada de lo que sucede se olvida. Incluso si ya no lo recuerdas”, aunque también hay ejemplos en la literatura, y hasta en el Kevin Arnold de Aquellos maravillosos años, que sentencian que hay cosas que recordamos, no cómo sucedieron, sino como nos gustaría que hubiesen sucedido. Todo permanece o se transforma, pero nada se pierde, como si el recuerdo se sometiera al principio científico sobre la materia.
Yo, que siempre tuve claro mi naufragio absoluto como opositor, tengo por condena cierta capacidad para recordar cosas que ocurrieron hace 30 o 40 años, a veces hasta incurriendo en el detalle: la fecha, el lugar, la ropa, la anécdota... Mi amigo Rafael me manda en ocasiones fotos del álbum familiar para recabar detalles de algún cumpleaños o me pregunta directamente por algún viaje o por algún fin de año y le esbozo un resumen como si lo extrajera de una hemeroteca.
Este viernes, cuando Mikel Merino tumbó a Alemania con el gol de cabeza en el último minuto de la prórroga, saltó como un resorte el recuerdo de otro gol -el gol que nadie vio en directo-, el de Maceda en la Eurocopa de Francia del 84, también de cabeza, también en el último minuto ante Alemania y también para pasar a semifinales.
Por entonces, Gary Lineker aún no había sentenciado aquello de que “el fútbol es un juego de once contra once en el que siempre gana Alemania”, pero allí estaba nuestra selección plantándole cara a la de Rummenigge, dominando, incluso desaprovechando el penalti que lanzó el Lobo Carrasco, hasta que la tele se fue a aguanieve. La nuestra, la del vecino y la de todos los andaluces. Una avería en un centro de transmisión de RTVE nos dejó sin partido en lo más emocionante. De la salita nos fuimos al patio, toda la familia en torno al transistor, y allí imaginamos el salto del espigado central rubio del Sporting para rematar el centro que nos llevaba a las semifinales contra Dinamarca.
Aquel gol no lo vimos hasta el telediario del día siguiente, cuando ya recuperamos la señal, y hasta tuvieron la deferencia de repetirnos el partido por la tarde para que los andaluces lo viéramos entero, aunque a esa hora estábamos en el campo improvisado que habíamos acotado en el llano del Cerro de la Reina jugando nuestro propio pase a semifinales contra el equipo de unos vecinos. Sin playa ni piscina, las tardes de verano en el pueblo se reducían a El coche fantástico o El gran héroe americano y partido de fútbol una vez retirada la calor. Y nada de amistosos: una botella de lejía envuelta en papel de aluminio y clavada sobre una base de madera, y ya teníamos un trofeo al que aspirar.
¿Una infancia mejor que la de los niños de ahora? No tiene por qué. Son sólo un manojo de recuerdos en torno a un grupo de chavales pegándole patadas a un balón, igual que los incordiosos que revientan cada tarde a pepinazos la valla de un jardín al lado de casa.
No me disturba eso, sino las certezas de una conversación recreada hace poco por Arturo Pérez Reverte con el poeta Antonio Lucas. A Lucas, que, como yo, también le pilló de niño el gol de Maceda, le espeta el autor de El capitán Alatriste: “Tu generación está jodida. Las nuevas generaciones se lo zampan todo con inocencia. Los viejos sabemos lo que hubo, porque llegamos a tiempo de que nos lo contaran y lo soportamos con un estoicismo guasón. El problema es vuestro. Una generación educada en una noble biblioteca que ahora se desprecia. No podéis tragaros la milonga, pero vivís en un mundo maniqueo que exige bailar con ella”.
El estoicismo tampoco es mala opción para empezar a soportarlo: cambia lo que puedas cambiar y acepta lo inevitable, aunque suene a rendición en diferido e invite a practicar el individualismo, a diferenciar entre apocalípticos e integrados, como estableció Umberto Eco, pero tampoco hay que darlo todo por perdido. Como en el fútbol.