Un día cualquiera de este otoño de 2024, en la que soñaba que por fin y tras mucho hacerse rogar había llegado el fresco y la lluvia . Me estaba imaginando como iban de un lugar a otro todo tipo de personajes, pero no lograba poner en pie una historia, cuando en la madrugada y a punto de despertarme apareció delante de mí, uno de esos espíritus extraños, de esos entes imaginarios, de esos espectros de la ficción propios de los cuentos infantiles.
Se me había colado, no sé si por un hueco de la ventana, un duende, dispuesto a formar ruido, producir trastornos o hacer travesuras. El diminuto ser comenzó a hacer de las suyas y a manejar mis dedos como si estuviera poseído y no fuera dueño de mis actos y comenzaron a aparecer palabras en la blanca pantalla del ordenador.
Tras un mágico forcejeo con el duendecillo, llegamos a un acuerdo para repartirnos las tareas, el me iría soplando al oído y yo intentaría transcribir lo que él me apuntara. Me dijo que no entendía como los humanos tan sesudos, nos empeñábamos en competir entre nosotros para acumular propiedades y poder, y nos íbamos dejando en el camino parte de nuestra autenticidad y poco a poco, lejos de encontrarnos a nosotros mismos, nos distanciábamos y alejábamos en una especie de esquizofrenia sin sentido.
Tampoco lograba comprender nuestro amigo, ese afán en ordenar y controlar el mundo a nuestro antojo cuando todo era cada vez más disparatado y desastroso, en una especie de función de la locura dentro de un escenario de aparentemente cuerdos.
Extrañábale al duendecillo que todos pregonáramos y convocáramos importantes reuniones para alcanzar la paz entre los pueblos, y que nadie sintiera la tentación de utilizar el terror o bombardear a niños y hospitales, mientras seguíamos gastando nuestros recursos en participar en guerras que solo servían para incrementar los intereses de la industria armamentística.
Intente explicarle la contradicción permanente del ser humano, su empeño en decir unas cosas y hacer justo las contrarías, nuestros afectos y amores frente a los odios y venganzas , nuestras lógicas e irracionalidades, incluso pretendí fundamentarle que todo esto formaba parte de nuestra forma de ser y estar.
Pero el me replicaba una y otra vez, de nuestra fama entre toda la fauna animal de ser los más inteligentes e incluso de ser únicos y excepcionales en relación al resto de los demás integrantes pobladores de este planeta llamado Tierra. Encontrándonos en esta discusión, abríose la puerta y una bocanada de aire reconfortante que anunciaba con algo de retraso la verdadera llegada del otoño hizo que desapareciera nuestro duende , no sabemos si impulsado por el torbellino del viento o voluntariamente ante los desesperados intentos de entenderme y convencerme de lo absurdo de mis pensamientos.
Tal vez ahora, se encuentre enredando en la obra de cualquier escritor, para distorsionar las palabras y provocar alguna errata o quizás haya emprendido el camino de la imaginación o la fantasía en cualquiera de los relatos infantiles con la intención de hacer la realidad mejor.
De nuevo me quedé sólo ante la pantalla del ordenador, y entre la duda y la perplejidad, la tormenta de ideas o la mente en blanco, me preguntaba si no llevaría razón nuestro habitante de los bosques , si tras todas nuestras aparentes buenas intenciones y palabrerías, no nos planteamos por comodidad, miedo o egoísmo, la más mínima posibilidad de cambiar, porque como decía Goethe “somos tan limitados, que creemos siempre tener razón”