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Allende Finisterre

Al despertar aquella mañana sus ojos comenzaron a ver borroso. Legañas -pensó- mientras se colocaba las zapatillas torpemente y acudía al cuarto de baño a lavarse la cara...

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Al despertar aquella mañana sus ojos comenzaron a ver borroso. Legañas -pensó- mientras se colocaba las zapatillas torpemente y acudía al cuarto de baño a lavarse la cara.

Todo estaba pixelado como en las fotografías que ampliamos una y otra vez en la pantalla del ordenador. Ni siquiera colocándose las gafas pudo mejorar el panorama que se imponía a su alrededor.
Un mareo profundo le obligó a cerrar los ojos y moverse a tientas por el pasillo de su casa hasta llegar a la cocina.
En su oscuridad voluntaria trataba de recordar cada uno de los metros que avanzaba y tocaba con la yema de sus dedos para no perderse.

Todo era inútil, en su memoria, algún extraño resorte actuaba de manera tal que los recuerdos aparecían, a su vez, entre recuadros superpuestos como en un puzle multicolor.
Recordaba el sabor del café de cada amanecer y se sintió aliviado al llegar a la cocina. Pensó que así acabaría del todo de aquella pesadilla.

Pero el líquido se le presentó tan negro como siempre pero de infinitos cristales cuadrados que, pensó, iban a desgarrarle la garganta.

En la radio, una voz entrecortada como por interferencias del sonido anunciaba: “Un extraño ruido detectado por el GEO 600 podría probar que vivimos en un holograma”.

Aquella noche su perro había aullado a la luna como los lobos.
La Tierra volvía a ser plana como en los mapas de Anaximandro, ese disco redondo flotando en el océano.

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