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Miércoles 15/05/2024  

El ojo de la aguja

El otro paisaje urbano

Rumanas y africanos, hurgaban en los mismos, a pesar de ser tan temprano, las mujeres abrían las bolsas buscando algún tipo de alimento que llevarse a la boca, mayormente yogures, ya que en la misma esquina del edificio del banco, existe un supermercado

Había pasado la noche en el cajero automático, mejor dicho, en la antesala de la entidad bancaria. Un olor hediondo, penetrante, insoportable existía en la referida sala, de tal modo que la cola de clientes esperaba afuera, a primera horas de la mañana, pidiéndose unos a otros el sitio, para pasar por ventanilla. Llegó la limpiadora de turno, agobiada por las prisas y abrió la puerta, se encontró con la peste y la escena de papeles higiénicos por todos los rincones, porque el marginado hizo sus necesidades durante la noche allí mismo. Comentarios de todos los gustos por parte de la impaciente clientela que miraba el reloj y no veía la hora de que la entidad abriera, aunque comprendía que la limpiadora a regañadientes tenía que hacer su trabajo, a veces tapándose la boca.
     Rumanas y africanos, hurgaban en los mismos, a pesar de ser tan temprano, las mujeres abrían las bolsas buscando algún tipo de alimento que llevarse a la boca, mayormente yogures, ya que en la misma esquina del edificio del banco, existe un supermercado. Los dos negritos doblaban chatarras, hierros, cables, y hasta se hacían con un perrito de plástico, para colocarlo en un desvencijado carrito de niño de paseo. Todo transcurría con absoluta normalidad. Llegó la hora de la apertura del comercio, en la entrada, mendigos apostados, mayormente mujeres, a la espera de la dádiva de la clientela que va a realizar sus compras. Y más a lo lejos, como una aberración el ingente solar de lo que fuera el Estadio Colombino, una vez más tocado por la ambición y los deseos. Allí, en la plaza del Estadio, una viejecita, sentada en un banco, esperaba que un agaporni abandonado bajara de la palmera para proporcionarle su alimento diario. Pájaro y anciana intimaban, al paso curioso y riente de las gentes.
     Más arriba, avenida de José Fariña se encuentra uno de todo, obras en el pavimento de una barriada a la que parece que le dan miedo tocar, vendedores furtivos, hombres y mujeres que no saben como ganarse el sustento de cada día  y huyen de los municipales cargados con sus cajas de naranjas mandarinas, guachis, aceitunas, melones, etc.
     Los fines de semana, el abandono y la suciedad se apoderan de las calles, papeles, basuras desperdigadas, contenedores desbordados de las mismas, falta de riego y de higiene, perros que sus dueños permiten que se despachen a su gusto, y pueblan de excrementos las aceras. Perros y más perros, ante la pasividad y la mirada esquiva del viandante. En una esquina, la gitana que ofrece la ramita de romero por una limosna. Bares y comercios están abiertos y asistidos, tráfago considerable de la vecindad, hay vida, ganas de vida y realidades, por encima de este distinto paisaje urbano

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