El viejo sol caía vencido vespertinamente, por encima de los enfermizos eucaliptos que alinean el camino de la Punta del Sebo. El vaho de las fábricas formaba pequeños “cirros” y se alejaban camino arriba, en un cimbrear lento, pausado, como un columpio sin travesuras. El poscrepúsculo se estaba gestando lentamente. El niño-hombre, desconocía ya esta parte ancestral de Huelva, recordaba la playa de la Gilda, La Fuente de las Naciones, La antigua Comandancia de Marina, recordaba al “Colorao”, “El lepero”, “El caballo” y a tantos otros chiquillos del barrio, que atravesaban las arenosas y desérticas marismas de la Pista, sorteando sus esteros, bajo un sol tórrido para echar los “zarcillos”, o los aparejos, en el improvisado muelle del almacén de Butano. Allí recordaba el niño-hombre la captura de las mojarras, las serpenteantes anguilas, y sobremanera, la presencia de los chocos en el mismo rompeolas de la ría, vencidos sobre la arena por la fuerza de los aguajes. El paisaje del niño-hombre no se había roto, más bien se encontraba bajo el dominio de las últimas contorsiones. Los eucaliptos, enfilados, escuálidos, permanecían hieráticos, en una desnudez obligada y molesta. La totalidad del paisaje había cambiado, y el niño-hombre, buscaba afanoso en este nuevo reencuentro con el lugar, ese vuelo cautivador, lento que embelesa de las gaviotas en su tiempo de estudiante, aquellas que plasmó en una décima espinela: /Gaviotas, ¿qué quereis?/Qué os mire y que os cante/qué mis pupilas levante/por ver como os perdéis/Gaviotas, ¿qué queréis?/que yo deje de soñar/que mire otra vez al mar/que olvide a mi dulce amada/ingrata ave, alocada/idos de nuevo a la mar”. No estaban las gaviotas del niño-hombre, sobre la caída de la tarde, un montón de movimientos ondulados, se confundían sobre el gelatinoso fango de la orilla. Más bien parecían ratas gigantes. El niño-hombre tuvo la osadía de pisar la arena de la ría en una aleación penetrante de brea, gasoil y alquitrán, para conocer de cerca aquellos movimientos que, instintivamente, parecían ocultarse en el umbral de la noche. La marea había descendido tremendamente y los movimientos ondulados se pronunciaban más y más, y se extendían, abriéndose en cadena y elevándose con trabajo, en pequeños saltos. Con la arena y el negro fango de la ría, pegado hasta la tibia, me aproximé, y las gaviotas elevaron anárquicamente sus vuelos inconcretos, espantadas. Eran gaviotas ennegrecidas, enfermizas, con un plumaje de fijador. No eran las gaviotas del niño-hombre, aquellas que antaño por su belleza fueron objeto de su sensibilidad de poeta. Estas gaviotas, con su presencia, dañaban el ánimo, a estas sí, como dice el poema, habría que mandarlas para siempre a la mar para su supervivencia.