Gregorio se convirtió al veganismo por una cuestión ética de respeto a los animales. Abominaba el pensamiento de verlos sufrir en sus capturas o sacrificios. Pero un día oyó que desde hace una década había centros de investigación sobre neurología vegetal que demostraban que las plantas, a un ritmo más lento, también manifiestan sus sentimientos, que son capaces de comunicarse con un lenguaje particular, indescifrable aún para nosotros, no solo con sus congéneres sino también con otras especies.
Sustancias volátiles, mecanismos físicos o incluso una extensa red de internet valiéndose del micelio de los hongos, les sirven para comunicar sus cambios de estados, el acecho de un depredador o el sufrimiento por el ataque de una plaga. Aquello de que las plantas también sufrían le hizo recapacitar a Gregorio, que imaginaba cómo se lamentaría un árbol al talarlo, cómo gritarían a su manera las espigas del trigo al ser segadas, o cómo se retorcerían de dolor las hojas de sus preciadas lechugas al ser devoradas en el interior de su boca. Comprendió la incongruencia del verbo vegetar, ya que las plantas también reaccionan a los estímulos aunque con un tempo más lento.
Por un momento vio que su cuerpo estaba envuelto en hojas de un verde claro. Se percató que era tan sólo el corazón de un cogollo de endivia. En su inmovilidad por el fuerte abrazo foliar pensó que su vida acabaría en el plato del mejor de los gourmets vegano. Al despertar de su pesadilla Gregorio adoptó la decisión de abandonar la dieta vegetal. Su mente no dejaba de dar vueltas a cómo sería a partir de entonces su alimentación. Arrepentido de su vida anterior decidió fundar una nueva manera de no dañar a los seres vivos, se hizo minerano, solo comería minerales y haría de la arena de la playa su plato diario. Andaba ya en vías de poner en marcha su nuevo proceder cuando otro amigo le leyó las primeras páginas de La amenaza de Andrómeda, en la que un sabio demostraba que aquellas rocas aparentemente inertes lo que tenían era un tiempo vital aún más lento, miles de años para ellas eran como un día humano. Entonces Gregorio decidió alimentarse del aire y cuando ya lo había casi logrado falleció. En su epitafio reza, aquí yace quien aprendió a no comer.