Siempre son dramáticas las desintegraciones familiares. Con frecuencia se observa que, quienes fueron parejas y se habían considerado mutuamente el ideal de compañero/a para el resto de una vida, se convierten en enemigos mortales. Toda ruptura matrimonial provoca amargura y un sentimiento de frustración, de fracaso. A nadie le tiran arroz ni le hacen fotos cuando solemniza, ante un Juzgado su divorcio. Por otra parte, resulta aún más penoso cuando los perjuicios de esas situaciones alcanzan a los hijos pequeños, víctimas inocentes de conflictos conyugales. Los hijos nunca se divorcian ni de su padre ni de su madre; es más, si los hijos pequeños pudieran votar, no habría divorcio en España.
Los abogados presenciamos a diario esas desavenencias, que muchas veces se prolongan también con una angustiosa vocación de permanencia. Los jueces se convierten en cirujanos de unos enfermos que presentan un síndrome que sólo cura el antídoto del sentido común y el ejercicio conjunto de corresponsabilidad. En muchas ocasiones se consiguen remediar daños mayores a través de esa medicina, de la que tan falta se encuentran muchas personas a quienes su intransigencia y cerrazón les conduce a un fatal desenlace.
Los hijos deberían estar ajenos a las crisis surgidas entre sus padres, pero por desgracia son las víctimas inocentes de las batallas entre sus progenitores. Cuando ocurre un fracaso matrimonial, los daños no se producen sólo en la propia relación de pareja, sino que se extienden a la paternidad. El divorcio no sólo “desintegra” la pareja, sino, también, la familia. Existen muchos hijos "huérfanos" de padres separados que no saben, o no quieren, ser conscientes del daño emocional y psicológico que les provocan, impidiéndoles que tengan una infancia y adolescencia feliz. No es infrecuente que a los niños se les obligue a tomar partido en el combate que libran sus padres. En esas criaturas se inocula desde jóvenes el cáncer del odio, o la metástasis del rencor que causó la destrucción de su familia.
Para reducir el dramatismo de las rupturas matrimoniales traumáticas debería aplicarse el remedio del sentido común, la inteligencia emocional y fomentar medios alternativos y complementarios para la solución de los conflictos, como la mediación familiar e implementar mecanismos legales para una defensa eficaz de los más débiles,que son siempre los niños.
Pero todas esas loables iniciativas encuentran un obstáculo de envergadura. Como contrapeso a esta cultura de conciliación y mediación, hay una ideología fundada en el relativismo que incluso reniega de nuestra propia naturaleza humana, y promueve unas nuevas políticas, denominadas “de género”, que bajo el pretexto de defender la igualdad, están socavando los fundamentos de justicia paritaria que deben sostener un Estado social y democrático de Derecho. Los partidarios de la ideología de género afirman que hay unos elementos culturales que oprimen al hombre y a la mujer, a los que hay que combatir, y promueven alternativas para “liberar”, sobre todo a la mujer, de esos condicionamientos. En el fondo, los planteamientos “de género” tienen una visión dialéctica en la que se contraponen contrarios, como son la relación hombre-mujer, la relación naturaleza-cultura y la relación sexo-género. Es una visión del mundo y de la historia poco novedosa. Durante el siglo anterior tuvo mucha influencia la ideología marxista basada en el odio de clases; o emergió el nazismo, cuyo fundamento era el odio entre razas. En nuestros días, de manera subrepticia, la ideología de género representa la cultura del odio entre los dos sexos, y fomenta el enfrentamiento hombre-mujer mediante una falaz defensa de la igualdad.
Difícilmente se pueden sincronizar los postulados de la ideología de género, que en el fondo pretende una revisión completa de la teoría de los derechos humanos, con medidas que implementen la defensa de la igualdad real, o con métodos que ante crisis o fracasos matrimoniales contemplen la posibilidad de dar solución a los problemas familiares de forma armoniosa y basada en el respeto recíproco y en el principio de garantizar el interés de los hijos menores.
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