“Podría fácilmente perdonar su orgullo, si no hubiera mortificado el mío”. Jane Austen, en Orgullo y prejuicio.
La presentación del cartel de la Semana Santa de Sevilla y la polémica suscitada tienes muchas lecturas, muchas, pero de todas, a un profano innato como quien suscribe en asuntos cofrades y, por elevación, divinos, la más hilarante es lo enfadada que está la sevillanía profunda con las maneras de su último resucitado y anunciador de su festividad mayor, aparte feria. Muy divertido. Uno no sabe de esto nada. Pero nada. Pero nadie puede negar que la que se ha montado en Sevilla y alrededores con la presentación de un cartel de Semana Santa, un cartel, es para que nos lo hagamos mirar; por un lado, los defensores, aquellos a los que gusta el tono blanquecino de la piel, la cara y el pelo del Cristo porque, argumentan irónicos, también él tiene derecho a ponerse mechas, y ese punto en general que invita al suspiro en este cada vez más popular mundo sexualmente diverso, otros a los que no gusta exactamente por lo mismo, heridos en su orgullo varonil, de machos cabríos enredados en el monte, de cofrades como los de antes y, para completar, el resto, que observa el espectáculo entre divertido y expectante ante la posibilidad de que alguien la emprenda a hostias –celestiales- contra otro alguien y, así, todo quede en capilla.
El orgullo es algo a lo que hay que prestar atención, quizás sea el comportamiento humano más complicado de gestionar al ser una emoción necesaria que impulsa nuestra autoestima pero que, en exceso, aporta muchos más quebraderos de cabeza que lo contrario. Según la psicología hay un orgullo positivo y otro negativo. El primero puede ser de uno mismo, cuando se logra algo que ansiosamente se perseguía, o de otras personas, cuando familiares o amigos consiguen un éxito en el ámbito que sea. Es un sentimiento que nos aporta seguridad, felicidad sin hacer daño a nadie y si va acompañado de humildad y honestidad puede representar la base del equilibrio mental y de la sabiduría. En cambio, el negativo es cuando se sobrepasa los límites de la salud mental y lo que domina es exceso de orgullo de uno mismo, la soberbia que hace pensar que uno tiene más méritos que los demás, que sabe más de todo y es, por tanto, un ser superior y ello deriva indefectiblemente en la prepotencia, no comete errores nunca, siempre son los demás, resultan intolerantes y necesitan continuamente la adulación para alimentar ese ego que largamente le precede. En política hay muchos egos, el hecho de ser votados por gente confunde a más de uno al creerse amados por la masa, superiores, estrellas de un circo de tres pistas cuando la tendencia al liderazgo político es efímera cual pompa de jabón que, sin avisar, explota, sin razón alguna que lo explique. Un día la gente deja de votarte y le vota a otro, sin más.
El orgullo patrio positivo es sentir satisfacción por haber nacido o incluso vivir en una ciudad, región o país, normalmente es algo casi inconsciente que aumenta cuando se está fuera, -es más de Cádiz el nacido en la Viña pero que vive en Tarragona que el que sigue en el barrio-. Normalmente quien a lo largo de su vida ha cambiado de ciudad, le hace tener ese orgullo patrio de una forma racional, objetiva y sosegada. El orgullo patrio negativo es, por ejemplo, el que lleva la bandera de su país en su muñeca teniendo la necesidad de exhibir que es muy patriota y le hace sentirse un ser superior a quien no la lleva. Es el que divide al pueblo, lo enfrenta, es el que usan políticos populistas para ganar afines, es el causante de guerras civiles en las que se matan entre hermanos. Es un orgullo clasista, muy feo.
El orgullo gay, en la vertiente positiva, es sentirse feliz de serlo, con seguridad y autoestima, abriendo su condición sexual sin fisuras al mundo y disfrutando de ella, libres y sin temor a nada de nada, pero en su vertiente negativa es hacer sentir inferior a quienes no lo son, tachar de machista o antifeminista a quien, en la misma libertad, se siente feliz de ser heterosexual y de proclamarse como tal sin temor a que le miren raro porque hoy, por desgracia, si eres hombre y presumes de gusto extremo por la curvatura femenina en todas sus propuestas eres candidato a ser definido con adjetivos chungos. Y olvidamos lo verdaderamente importante, que es la dignidad, el respeto de unos a otros, de iguales a iguales. Proclamar la dignidad es mucho más importante que hacer valer el orgullo.
Se puede ser simpatizante de un concreto equipo de fútbol, sentirse orgulloso de sus éxitos, pero reconociendo cuando juega mal y cuando otro equipo lo hace bien. Los hinchas que se convierten en ciegos irracionales representan el orgullo negativo del deporte, que les hace llegar hasta al enfrentamiento verbal y físico e igual sucede con las personas de una determinada religión o las que tienen una concreta ideología; quien son sanos mentalmente podrán sentirse orgullosos de ello sin sentirse superiores.
El orgullo positivo unido a la dignidad y honestidad te hace ser valiente, revelarte como ser humano contra la injusticia, levantar la cabeza cuando otros la agachan y normalmente con humildad. La humildad, llave que abre todas las puertas, está –dicen los soberbios- sobrevalorada; la peor es la falsa, aquella que proviene del prepotente y arrogante capaz de camuflarse bajo una capa de humilde, pensando que la inferioridad del resto no destapará su oculta soberbia.
Están, alcanzado el párrafo final sobre el asunto hilvanado para este día, los ataques directos al orgullo, hay tantos como azulejos sevillanos y sirve de ejemplo claro y reciente la humillación al mismo que Junts practicó sobre nuestro orgulloso Pedro Sánchez en la votación contra la amnistía para hacer ver a todo un país la fragilidad del Gobierno. Y la cara del presidente, herido su orgullo a muerte, refleja el estado de su prisionera alma, vendida al demonio del independentismo cruel y pendenciero que con esta pública gesta le hace ver y le demuestra cómo va a funcionar el acuerdo durante la legislatura. El orgullo nacional no cuenta, si contara pesaría el trance que a todos se nos hace pasar liberándonos de tamaño asedio.