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12/05/2024  

Cádiz

Carmen, mi Carmen

Treinta años han pasado desde que un viento de levante me llevara hasta la Iglesia del Carmen. Hoy, Carmencita reposa en los brazos de unos padres novatos

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  • Virgen del Carmen. -

Hace cien mil primaveras, un viento de levante me llevó hasta las mismas puertas de la Iglesia del Carmen. Yo venía de echar los dientes en San Severiano con la cofradía de mi abuelo, la Oración en el Huerto. Pero el soplo de una brisa fresca que tenía su origen en el balcón de la Alameda me fue cegando poco a poco hasta adentrarme en el barrio del Mentidero. No sé si fue por el olor a mar o por la algarabía que se respiraba en torno a un grupo de niños que jugaba desperdigado a lo largo de toda la calle Vea Murguía, pero algo dentro de mí me hizo saber que desde aquel momento, la vida comenzaba a cambiarme.

Ávido por unirme a ellos, seguí su estela hasta que la iglesia más bonita de Cádiz bostezó en un sueño de azahares y buganvillas, atrapándome para siempre. En el interior estaba ella, la Virgen del Carmen. La reina del mar y el dulce rostro que siempre acompañó a los marineros y mercantes, en sus maniobras profesionales por todos los rincones del mundo.

Piel nacarada. Obra de Jacinto Pimentel dulcificada por un sortilegio de pinceles del artista González Rey. Musa de pregoneros, de Pepe Trigo, José Joaquín León o Luis Manuel Real. Presidía el altar mayor. Me miraba. Yo, lejos de entender sus señales, solo buscaba el juego y el griterío de aquellos chiquillos que se habían arremolinado tras uno de los arcos laterales del templo. Al girar, hubo otra hermandad, otro rostro de una misma virgen María. Hubo otra mirada.

Era la Virgen del Amparo, titular de la Borriquita, la que, rodeada de críos, me llamó a sus plantas hasta hacerme enfermar de amor y devoción. En realidad yo era demasiado crío para entenderlo, pero en aquella llamada, descubrí que tras los ojos del Amparo, era Carmen la que volvía a llamarme. Lo supe con el paso de los años. Lo notaba en los detalles del pecherín de la Virgen, insignias carmelitanas, hasta en el escudo de mi propia cofradía de la Paz donde, una calderilla de lentejuelas me subía hasta el monte Carmelo, en un ovalo de hermanamiento e historia.

Pasaron los años y el Carmen me siguió llamando aunque yo apenas me diera por aludido. Me llamaba al otro lado de un micrófono, desde donde cada mes de julio me disponía a narrar su salida. Me llamaba tras un banderín carmelitano que tuve la suerte de rediseñar con bordados de Mariano Arce, para mi cofradía de la Borriquita. Me llamó desde la novela de Prosper Mérimée convertida en opera. Pero yo seguía sin entender.  

Así hasta que un buen día, la que hoy es mi mujer me miró a los ojos y noté que sus pupilas se habían desdoblado. “Si es niño, elijo yo su nombre”, me dije. Pero tras sus ojos volvió a llamarme Carmen. Porque fue niña, porque eligió ella y porque quiso llamarla como su abuela. Una ancianita preciosa de casi cien años que, desde hoy, se ha convertido en bisabuela.

Treinta años han pasado desde que un viento de levante me llevara hasta las mismas puertas de la Iglesia del Carmen. Y aunque en aquel momento no supe entender la llamada, Carmen, Carmencita o Carmenchu, ya reposa en los brazos de unos padres novatos y entregados hasta el tuétano. Bendita seas Carmen; bendita la reina del Mar y bendita la niña de mis ojos.

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