S. XV
Todavía era de noche, aunque tras las peñas de Castro podían intuirse las primeras luces del alba y el canto de varios gallos se disputaban el honor de despertar a su auditorio. El joven fraile Elías recogió sus escasas pertenencias de la humilde celda del convento de Santo Domingo donde había podido recuperar fuerzas en un sencillo jergón de paja tras su larga travesía desde Madrid. Bajó a las cuadras del convento y ensilló su caballo alazán. Sin mirar atrás, salió a galope en dirección a la puerta del Ángel. Las maltrechas herraduras de su jamelgo habían sido renovadas la noche anterior por el famoso herrador y amigo de la infancia Simón de Villar, y emitían un sonido metálico similar al tañido de las campanas. Al pasar frente a la Basílica de San Ildefonso se santiguó solemnemente, disculpándose por no haber podido rezar en ninguna de las maravillosas iglesias y templos que acogía esta bella ciudad, ni disfrutar de un purificante baño en el Hamman del barrio judío. No había vuelto a Jaén desde que la dejó junto a su familia a los doce años para irse a vivir a Madrid y ahora la abandonaba a toda prisa, como si en ello le fuera la vida. Para cuando el sol lo bendijo con sus primeros rayos se encontraba ya a varias leguas de la ciudad. Había sido enviado a Jaén por el mismísimo Rey Enrique IV, para una misión secreta, aunque el motivo oficial de su visita era entregar en mano una carta de pésame a Doña María Teresa de Torres, por el despreciable y cruel asesinato de su marido el Condestable Don Miguel Lucas de Iranzo, amigo y hombre de confianza del Rey. Su verdadero cometido era más oscuro y peligroso, debía de entrevistarse clandestinamente con el deán de la Catedral, Fray Juan de Lucena, el cual había obtenido una muy valiosa información acerca de los motivos y personas que habían conspirado en el terrible crimen. Pero había un problema, la información había sido obtenida por el deán en sagrada confesión al soldado, perteneciente a la escolta personal del Condestable, que fue el brazo ejecutor de la maligna conspiración para acabar con su vida. Su arrepentimiento y tormento interior lo llevó a confesar tamaña crueldad, que llevó a cabo el 21 de marzo de 1473, mientras el noble se encontraba postrado de rodillas rezando en la Capilla Mayor de la Catedral, fue atravesado con una flecha de ballesta, la cual ya había sido disparada con anterioridad desde las mentes maquiavélicas de parte de la curia y la nobleza, que regían los destinos de la ciudad. Facilitó nombres, reuniones clandestinas y pagos en monedas de oro que recibió por tan despreciable encargo. Todo ello había quedado plasmado en un pergamino manuscrito de puño y letra del soldado y sellado con su propia sangre. Ahora ese pergamino se encontraba en poder del deán y era su deber como siervo de Dios denunciar a los que habían conspirado en el vil asesinato del Condestable. Pero, ¿cómo revelar dicha información al Rey y no quebrantar el secreto de confesión? Tenía una idea en mente. Se citó con Fray Elías, en las catacumbas de la Iglesia de San Ildefonso, le pareció el lugar más discreto y seguro. Le explicó al joven fraile las terribles circunstancias de lo ocurrido y de cómo debería hacer llegar al Rey el valioso documento. - ―Deberéis robarme el pergamino joven Elías. ―- ¿Cómo decís Fray Juan? No entiendo vuestra petición. ―- Sí hermano, debe ser así, yo no os puedo entregar de mi mano, algo que me fue otorgado en confesión, así que debéis arrebatármelo. Cometeréis un pequeño pecado que Dios en su infinita misericordia sabrá perdonaos. ―- Está bien, así lo haré, su majestad Enrique IV confía en mí, no puedo defraudarlo. ―- Una vez hayáis entrado en mi celda y cogido el manuscrito deberéis guardarlo en un doble bolsillo hecho en vuestros hábitos, imposible de detectar. Si os cogen con él, nunca más sabremos de vos. Las personas que mataron al Condestable tienen los tentáculos demasiado largos. Tened mucho cuidado hijo mío. ―- Así lo haré Fray Juan, llevaré este mensaje al Rey aunque me lleve la vida en ello. Fray Elías nunca llegó a su destino y al deán lo hallaron días más tarde ahorcado en su celda del convento de Santo Domingo.
Época actual
―-Vamos Lucas, llevas media hora aquí dentro. Te he estado llamando, la central quiere comunicarte algo― dijo la policía local a su compañero. ―- Lo siento, no sé que me ha pasado, por un instante he tenido una especie de visión― respondió Lucas sin apartar la linterna del escudo de armas prendido en el pared del salón mudéjar. - ¡Joder Lucas! No me digas esas cosas, a veces me das miedo con tus historias. - ―Sabes Teresa que no lo hago con mala intención, yo mismo me sorprendo. - ―Ya lo sé, pero no me acostumbro. Vamos, debes de informar a la central de que ha sido una falsa alarma. ―- ¿Has visto salir al conserje cuando has entrado? Estaba aquí conmigo pero no sé dónde se ha ido. ―- Yo no he visto a nadie Lucas, por la puerta principal desde luego que no, no me he movido de ahí. - ―Está bien. Central para bravo cuatro. - ―Adelante bravo cuatro. ―- Comprobado aviso alarma en Palacio Condestable Lucas de Iranzo, sito en calle Maestra, he accedido al interior de las instalaciones acompañado del conserje del edificio, todo tranquilo, falsa alarma. ―- ¿Cómo dice bravo cuatro? Le hemos estado llamando para comunicarle que el conserje del palacio murió la semana pasada y nos dicen desde Diputación que no han podido contactar todavía con la persona que tiene actualmente las llaves. ¿Quién demonios les ha abierto y acompañado en la requisa? Tardó varios segundos en responder a la central. Lucas miraba a su compañera Teresa, en cuyo rostro se amalgamaba sorpresa, desconcierto y miedo. ―- No lo sé central, no puedo contestar a esa pregunta.