Doy gracias a Dios por haber nacido hombre, porque en el reparto de patucos me tocaran los azules y no los rosas. Doy gracias por no haber sido una madre doblemente trabajadora, tirando para adelante de una casa, cuidando a un marido y unos hijos cuando no está en la calle trayendo otro sueldo a una casa humilde, sin ningún tipo de reconocimiento o de premio distinto del de su propia dignidad.
Estoy agradecido de no necesitar un día especial cada año, de no tener que reivindicar que soy igual que los demás, que tengo sus mismos derechos, y que mi trabajo vale lo mismo que el de otro cualquiera. No tengo que luchar por alcanzar cuotas de paridad en puestos directivos, porque somos mayoría; no es necesaria ninguna pelea para que se me considere por mi potencial y no por tener unas bonitas piernas.
No se me exige una vestimenta especial, tener una bonita figura ni torturar mis pies sobre unos tacones para estilizarme. No me bombardean con dietas, ni con consejos sobre lo que debo comer o vestir. Puedo volver a casa sin miedo aunque lleve dos copas de más, porque ninguna manada me cercará y se aprovechará de mi estado. Tampoco tengo que explicar que una negativa es suficiente.
Doy gracias por no sentirme como un objeto publicitario, como un artículo que inunda carteles, portadas de revistas y anuncios de televisión. Incluso las letras están de mi parte, y el diccionario me convierte en más macho, si cabe, siendo zorro y no zorra.
No tengo que rendir cuentas si soy padre ni mi puesto de trabajo corre peligro por ello; nadie lo considera un capricho ni una pérdida en la productividad de la empresa. Como máximo, me mirarán con mala cara si no reparto una caja de puros.
Agradezco a Dios haberme dado el suficiente entendimiento para sentir náuseas por esos políticos que ahora abrazan el feminismo cuando horas antes lo vituperaban, buscando la foto, la portada del periódico, el voto fácil, sin sonrojo ni atisbo de vergüenza. Y sobre todo, doy gracias por la envidia sana por todas las mujeres, luchadoras, inteligentes, incansables, poseedoras de ese eterno femenino que nos convierte a nosotros en sexo débil. Sin ellas no se pararía el mundo, simplemente desaparecería. No habría un mundo, No habría un yo.