Esta historia comienza en 1999, en Bolonia, con la planificación de un Espacio Europeo de Educación Superior...
Esta historia comienza en 1999, en Bolonia, con la planificación de un Espacio Europeo de Educación Superior (EEES). Una idea, en principio, aceptable y coherente con el objetivo de homologación de los estudios universitarios en el marco de una (improbable) Europa unitaria. Se trataba de ordenar las directrices de convergencia que favorecieran una reforma estructural de la Universidad, adaptando las funciones de ésta a las circunstancias del presente histórico, dentro de un nuevo espacio de relaciones sociales y económicas. Aquí ya surgieron las primeras sospechas. La Declaración de Bolonia, firmada por veintinueve ministros de Educación europeos, diseñaba (usando el típico lenguaje caracterizado por un retoricismo convencional, la consabida ambigüedad calculada y el inevitable cúmulo de enunciados estimulantes y halagüeños), un futuro grandioso de progreso académico: desde las bases curriculares hasta la tecnologización metodológica, pasando por la conversión de las facultades en hoteles de lujo con spa, salas de meditación zen y multitud de servicios tales como señoritas de compañía, hipnosis, espiritismo, Fen Shui y demás complementos esenciales para una auténtica formación de calidad. A este paradigma han ido incorporándose, después, otros países ajenos a la UE (Albania, Turquía, Moldavia, Azerbaiyán, Georgia o el Vaticano).
La reiteración del eufemístico término competitividad (cuyo inquietante trasfondo semántico es suficientemente conocido) en los documentos fundacionales y en otros posteriores (Praga, Berlín, Bergen, Londres) sugería un horizonte conflictivo. La insistencia en las conexiones entre Universidad y empresas privadas despertó fundados temores respecto a los verdaderos propósitos de la proyectada revolución académica. Se defendía la imprescindible recapitalización de las instituciones universitarias: reducción del gasto público en materia educativa, inversiones de los sectores privados, cobro de tasas especiales en concepto de diezmo al alma mater y otros apartados que hacían pensar que no todo iba a ser la Disneylandia prometida.
La verdad de Bolonia consiste en la mercantilización pura y dura del ámbito universitario: la más descarada privatización, paulatina pero irreversible, de la Universidad y su absorción-abducción por la mastodóntica maquinaria neoliberal. Con el pretexto de una mayor autonomía y flexibilidad de los centros de estudios superiores se establece su sometimiento a los intereses del capital y un determinismo pedagógico en función, exclusivamente, de las demandas del mercado. La financiación pública disminuye y el Estado abandona sus obligaciones sociales. El dinero en manos de particulares decretará qué titulaciones son o no rentables. En este contexto, el futuro de las humanidades es ninguno, puesto que los mercaderes detestan aquellos estudios que propician la libertad de pensamiento y la capacidad crítica. Quieren robots, no personas. Quieren descerebrados dóciles y eficaces de alto nivel ejecutivo. Por eso se habla de habilidades, destrezas y competencias; nunca de instrucción emancipatoria e integral ni de entendimiento reflexivo. ¿De qué le sirve a esa escoria de oligarcas y usureros un experto en Tucídides o una eminencia en filosofía medieval?
Con el sistema de créditos (ECTS), la escala de grados y titulaciones, el desmesurado aumento de horas lectivas (presenciales y domiciliarias), la no remuneración de las prácticas en empresas, el importante incremento de costes que acompaña a este dispositivo, se persigue una elitización sustentada en criterios socioeconómicos. Será imposible compatibilizar los estudios con el trabajo; se liquida el régimen de becas; se destruyen los fundamentos de la solidaridad y la igualdad real de oportunidades. Los hijos de las clases populares y medias (para qué mencionar a la esclavizada población inmigrante) se verán desplazados de este itinerario o, en el mejor de los casos, se quedarán a medio camino por falta de tiempo y recursos materiales. Aquellos que no superen esta perversa carrera de obstáculos (la inmensa mayoría) se verán reducidos al peonaje de mera supervivencia. Segregación y monopolio de privilegios para que triunfen los de siempre.