La ventana rota

Publicado: 11/08/2024
Autor

Adelaida Bordés Benítez

Adelaida Bordés es académica de San Romualdo. Miembro de las tertulias Río Arillo y Rayuela. Escribe en Pléyade y Speculum

Hablillas

Hablillas, según palabras de la propia autora,

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Quien quiere destruir lo hace porque lo desea, sin tener en cuenta el peligro en que expone a los demás
La lectura matinal del periódico forma parte del desayuno, del espacio tempranero por donde crujen el pan tostado y el silencio, la dosis de tranquilidad necesaria para empezar el día. Entre las columnas dedicadas al deporte, apareció una que vino a dar tranquilidad a tanta competición aplaudida y, por tanto, titula el texto de hoy. Se trata de un artículo publicado hace un par de años en el enlace publico.es/psicología-y-mente con autoría de David Rubio.

Probablemente se conozca este síndrome, esa especie de contagio de las conductas inmorales o incívicas, como las llama este estudio, consistente en la reacción que puede provocar en el ser humano el deterioro de un edificio o una colilla en el suelo. Es como una cadena, un efecto dominó lo llamarían otros, o gamberrismo, el de toda la vida y que ahora tiene una definición concreta, precisa y más exacta como resultado de estos estudios. Para el lector diario es lo que hemos visto, vemos y seguiremos viendo, desgraciadamente, cuando una plaza pública se restaura, una fachada se pinta o a una criatura la ponen a hacer pis en el alcorque de un árbol recién plantado. La memoria nos devuelve el suelo lleno de papeles del desaparecido cine San Fernando, los chicles pegados que alfombran nuestra calle Real o las veces que repusieron las farolas de la plaza de El Cristo y las del parque Almirante Laulhé tras su remodelación. Y si de ventanas tratamos, las rotas por excelencia fueron las del desaparecido Colegio Naval Sacramento, cuyo estado de deterioro motivaba la imaginación de cuantos jóvenes, transistor en mano, oían el programa nocturno de Antonio José Alés ante aquel edificio misterioso donde goteaba el desplome tras los empujes de la desolación.

El caso es que la rotura circunstancial de un cristal en un edificio abandonado y con signos de deterioro fomenta el ataque del gamberro, de la banda que encabeza, la entrada violenta y la consecuente destrucción de cuanto queda en su interior, dice el estudio. Sin embargo, da igual si se trata de una casa, una plaza pública o un garaje, quien quiere destruir lo hace porque lo desea, sin tener en cuenta el peligro en que expone a los demás.

El cristal roto, la ventana rota es un reclamo, una convocatoria a la cafrería con daños colaterales. Lejos queda el llanto de un niño por tal diablura sin intención, por haberla roto jugando con un balón o al tirar una piedra, actos no excusables que llevaban implícito un tortazo en el culete con seguridad de enmienda. Sin propósito.

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