Estaban a punto de encenderse las miles de bombillas que dan forma al alumbrado de la Feria. La portada asistía al ir y venir de gente propio del momento que preludia la anochecida. No quedaban enganches ni caballistas, únicamente las marcas de las ruedas y herraduras sobre el albero ya revuelto. De fondo parecía escucharse todavía el cascabeleo de un coche camino de su refugio. Ya sin caballo, pero tocado aún con zahones y cañero, un señor de mediana edad mantiene una conversación con una joven acompañante. Más allá de la portada vienen y van los autobuses. Sobre el albero del Real, van y vienen feriantes locales.
“Te vas en ese autobús...”, dijo él, en actitud imperativa, mostrando a la muchacha un Iveco City-Class con más repintes y episodios a sus espaldas que Cuéntame cómo pasó. “¿Pero es que tú no vas a venir?”, preguntó ella casi impávida. “Yo me quedo aquí hasta ver que el autobús arranca”, fue toda su respuesta. Hubo un leve atropello verbal entre ambos y un intento de ella de que las cosas no ocurrieran como el guión decía que tenían que suceder, un “¿tú no vas a venir?” y un “es que antes dijimos...”, interrumpido por él con una sentencia definitiva: “Antes dijimos muchas cosas...”.
Las palabras en la Feria se las lleva el viento, como casi todo cuando se lo propone el levante, que rara vez no se impone en su pulso diario al albero por mucho que los camiones de riego se empeñen en complicarle la tarea.
La Feria de Jerez vivió ayer su primera y casi única jornada doméstica. Lejos de las bullas del fin de semana de puente pasado y se supone que lejos también de lo que ocurrirá cuando la diáspora baje de nuevo al González Hontoria. Tampoco era ayer el día de que se plantaran ante el Real decenas de autobuses procedentes de todos los puntos de Andalucía repletos de mujeres vestidas de gitana, como de igual modo no parecía la jornada propicia para que la avenida de la Paz fuera testigo mudo de esa procesión a la que se suman los vecinos de la Bahía que bajan del tren cargados de bolsas de plástico repletas de botellas de alcohol barato.
Ayer martes -sin fiestas, puentes ni otras excusas-, era sencillamente el día de los jerezanos en la Feria. Y era, por qué no decirlo también, el día del despiste, ese que muchos y muchas tenían marcado en la agenda para hacer una escapada con las amistades o los compañeros de trabajo. Los jerezanos tenían hasta ahora dos días y medio de Feria para sí mismos: la noche del domingo del alumbrado, el lunes y el martes. Y este año quedaba únicamente el martes, así que había que aprovecharlo. Además era el día de los cacharritos, ese en el que no es necesario solicitar préstamos al consumo para montarse en cuatro carruseles.
Conforme va cayendo la tarde y remite el sol aquello se convierte en una auténtica locura de decibelios ante la que se claudica por agotamiento físico y mental. Luego llegas a casa lleno de globos que no sabes realmente de dónde salieron y empiezas a tomar conciencia real de la magnitud del agujero negro en el que te viste atrapado durante un rato.
En la Feria de Jerez convive el postureo de toda la vida con las despedidas de soltero, que es eso que organizan cada vez con mayor dispendio quienes van a contraer matrimonio, en una suerte de certamen internacional de la horterada que lleva a ellos y a ellas a vestir atuendos imposibles habitualmente rematados con todo un catálogo de artículos propios de un carnaval venido a menos.
No hay forma de que nadie le ponga el cascabel a la tarde de Feria, a esa cruenta e insulsa batalla de decibelios que tiene como protagonistas a los grupos que van cantando -o vociferando- ritmos latinos y a los pinchadiscos que confunden el González Hontoria con una terraza ibicenca. Hace años el flamenco era un artículo de lujo, una especie casi en extinción. Ahora empieza a ocurrir ya algo parecido con las sevillanas.
“Antes dijimos muchas cosas, dijiste que pensara por los dos y eso es lo que he hecho. Tienes que subir a ese autobús”, insistió el señor del cañero y los zahones. “¿Tienes idea de lo que te espera si te quedas aquí?”, preguntó a su joven acompañante, presta ya a buscar el bonobús oculto tras el último volante de un traje sin dobladillo ya del que tirar.
Claro que tenía idea de lo que le esperaba si se quedaba allí. Le esperaba la búsqueda de una caseta en la que no verse obligada a corear el 'Color Esperanza', le esperaba hacer otra interminable cola para ir al baño y le esperaba -y esto francamente le horrorizaba- hacerse una foto con un 'minion' que podía degenerar en fenómeno viral en las redes sociales.
Es cierto. Había que subir a aquél viejo autobús. Total, “el amor es un viento que igual viene que va”, “cuando más te quería me dijiste que no” y “el amor que tenía se volvió desamor...”. Y además, allí estaba el autobús del Pago de San José listo para arrancar, y el bonobús en la mano...
“Si me enamoro algún día me desenamoraré, me desenamoraré, para tener la alegría de enamorarme otra vez”. Asunto concluido. Se acabó la aventura. Jerez despide su día de Feria, el día de los cacharritos, pero también el día del despiste. Van y vienen ante la portada los taxis y los autobuses. Me parece adivinar una ligera y fugaz niebla, en forma de albero rendido al levante. “Siempre nos quedará el martes...”. A los jerezanos siempre nos quedará el martes de Feria.