Qué complicado es pedir disculpas en estos tiempos y levantar la cara para afrontar un error. Jamás me han gustado las personas perfectas, o más bien que van dando una imagen de perfección, de seres pulcros e intachables, aunque muchos de estos impecables especímenes estén podridos por dentro, tanto, que emanan esa putrefacción a leguas. A lo largo de un día generamos miles de opiniones y tomamos cientos de decisiones; es matemáticamente imposible no equivocarse, no errar o confundirse, tanto en lo personal, social o laboral. Los errores son parte de nuestra vida, y cada uno de ellos debería servirnos para evolucionar y mejorar como personas, sirviéndonos como ejemplos en futuras decisiones y/u opciones.
Con los amigos, con la familia, en el trabajo, en este mismo medio de comunicación, fallar es un hecho natural necesario e inevitable que deberíamos asumir y aceptar como parte importante de nuestra formación. Pero para muchos, el miedo a reconocer una mala opción no es tan importante como la obcecación, el orgullo, la soberbia, la puñetera arrogancia, actitudes que se utilizan para mantener en vigor, en muchos casos, la sobrevalorada apariencia: capas y capas de falsas imágenes que nos vamos creando a lo largo de toda una vida y que llegan a condicionar tanto, que se llega a olvidar la verdadera esencia.
Thomas Edison dejó una de sus irónicas expresiones en este contexto: “No he fallado. Simplemente he encontrado 10 mil caminos que no funcionan". Y aunque dicha frase se desvía ligeramente del contexto, nos da una visión mucho más amplia del tan controvertido error, mostrándolo como un indicio de actividad, de vida, de esfuerzo y superación. En esta sociedad tan marcada por las apariencias, los errores se tienden a ocultar, a disfrazar o culpar a otros. El hecho de pedir perdón se ha relegado y asociado a la debilidad, dando la sensación de inseguridad, siendo en realidad, para éste que escribe, uno de los actos más valientes en una sociedad llena de cobardes.