La noche parisina del 13 noviembre de 2015 no debería haberse diferenciado de cualquier otra en la vibrante capital gala. Un tiempo no demasiado frío aún permitía disfrutar de las acogedoras terrazas parisinas y la ciudad rebosaba vida, ajena al trágico destino que le esperaba. París acaba de sufrir el mayor ataque en suelo francés desde la Segunda Guerra Mundial y el peor ataque terrorista desde los atentados de Madrid en 2004. La matanza lleva el sello indiscutible del Estado Islámico, el autoproclamado califato que ha declarado la guerra santa a una Europa empeñada en mirar a otro lado.
Occidente está asustado y confuso, incapaz de asimilar la magnitud del problema. Las nuevas generaciones han crecido en la paz y la abundancia, ajenas a los siglos de guerras, sacrificios y sufrimiento que nuestros ancestros tuvieron que soportar para que hoy en día podamos vivir en sociedades libres y democráticas. La falta de una conciencia histórica y una mirada crítica al pasado, en combinación con un pacifismo suicida, nos ha dejado a merced de un enemigo cruel y sanguinario que no se detiene ante nada. En Europa no solo no queremos oír hablar de guerras sino que incluso planteamos debates tan irresponsables como la posibilidad de reducir los presupuestos en defensa e incluso eliminar los ejércitos. El Estado Islámico nos tiene cogido el pulso y sabe utilizar perfectamente nuestros complejos y dudas a su favor.
Durante los últimos días hemos podido asistir a un intenso debate sobre el papel del islam en nuestras sociedades, el multiculturalismo o la necesidad de acoger a los refugiados sirios. Tertulianos y periodistas -convertidos de la noche a la mañana en expertos geopolíticos- han mezclado sin orden ni concierto, los prejuicios y la demagogia, incapaces de ofrecer soluciones coherentes y realistas, ajenos a un enemigo que se encuentra a nuestras puertas, relamiéndose y afilando los cuchillos. Abunda entre los contertulios el bulo sobre la responsabilidad de Occidente en los atentados por vender armas a los países en conflicto, ajenos al hecho de que la mayoría de las víctimas en las guerras que asolan el mundo mueren por proyectiles heredados de la antigua Guerra Fría. No nos cabe la menor duda de que la invasión de Irak fue uno de los mayores errores estratégicos que Occidente haya cometido en los últimos años, al romperse el delicado equilibrio en Oriente Próximo y entregarse el país en bandeja de plata a los yihadistas. La historia juzgará a George W. Bush, Tony Blair y José María Aznar por ello. Pero de las matanzas y crímenes cometidos posteriormente por el Estado Islámico, no podemos responsabilizarnos. Continuar por la suicida senda de la culpa y el buenismo, es un síndrome de Estocolmo que nos deslegitima, desampara y deja a la merced de canallas y asesinos.
Francia y Rusia han tenido la valentía de dar el primer paso para combatir frontalmente al Estado Islámico. Europa ya ha iniciado una transformación en la estrategia antiterrorista, tan contundente y políticamente incorrecta, como coherente y necesaria para solventar la problemática. Occidente debe centrar sus esfuerzos en combatir al Estado Islámico como un ente cohesionado y mostrarse más que nunca seguro de sí mismo, dejando a un lado complejos, demagogias y populismos. Si pretendemos que nuestro modo de vida siga siendo el que es, la ciudadanía ha de aceptar las nuevas políticas antiterroristas y apoyar incondicionalmente a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Estamos en guerra, y no hay otra que afrontarla.