Tres años atrás, me ocupé desde este mismo espacio de la “Antología poética del paisaje en España”, un volumen preparado por Cayo González y Manuel Suárez que reunía más de trescientos poemas sobre aspectos físicos, características y entornos del paisaje de nuestro país. Se trataba de un excelente trabajo de documentación y recopilación que permitía al lector tener entre las manos un hermoso compendio de varios siglos de lírica. Además, contribuía a conocer y reconocer la Naturaleza en su más extensa acepción, con una mirada nueva, sobresaliente y apasionada de muy variados autores.
Ahora, la
Fundación Ortega Muñoz da a la luz “Honda meditación de toda cosa” (Consejería de Cultura, Turismo y Deporte. Junta de Extremadura), un florilegio que particulariza sobre un espacio de nuestra geografía y que se ocupa, al cabo, de la poesía canaria del paisaje desde 1990 a 2020. Se trata, sí, de una selección que reúne a quince poetas de las islas cuya fecha de nacimiento oscila entre 1965 y 1980 y la cual integran Melchor López, Juan Fuentes, Oswaldo Guerra Sánchez, Ricardo Hernández Bravo, María José Alemán Bastarrica, Alejandro Krawietz, Francisco León, Luis Lenz, Antonio Martín Sosa, Isidro Hernández, Bruno Mesa, Miguel Pérez Alvarado, Iván Cabrera Cartaya, Daniela Martín Hidalgo y Sergio Barreto.
La cuidada y bella edición ha corrido a cargo de Jordi Doce y Francisco León. Este último, en su lúcida introducción, analiza de manera pormenorizada la representación y resiginificación del paisaje del archipiélago en la identidad literaria de los citados. Incide el prologuista en cómo el poeta “que se adentra en los paisajes está pulsado por la creencia, primero, de que las cosas y los seres del mundo sostienen una conversación, mantienen, comunicaciones, se relacionan; y segundo, de que dicha conversación secreta es legible de algún modo”. A ello, añade, que “la poesía del paisaje no representa otra cosa que el intento de ver y comprender la meditación del mundo”.
La recurrencia de este tema en las letras canarias es amplísima y trasciende de forma suprema en cuanto a la actitud estética que conforma el quehacer de los vates insulares. Al par de estas páginas se confirma el diálogo permanente entre el ser humano y su derredor natural. A través de él, lo real, lo histórico, lo metafísico, lo onírico… se hace habitable mapa capaz de cartografiar verbo y verso: “La isla anuda un ancla al corazón./ Apega a lo menudo íntimamente/ prendido en la retina;/ a lo medido en la constancia,/ en la quietud entrañada/ del pie que ahonda un paisaje y arraiga/ mientras el ojo navega/ el ojo del mar”, escribe Ricardo Hernández Bravo.
La contemplación concreta y espiritual de estos escritores abarca un panorama donde el horizonte se hace morada, remedio, palabra cómplice que anuda su mensaje y su verdad a unos poemas que renombran volcanes, cielos, dunas, mares… y que concentran y abrazan con predilección los escenarios más cercanos, más amados y más hospitalarios. Tales los que relata Daniela Martín Hidalgo: “La casa es pequeña, pero está/ bien arreglada: un par de montañas/ rojas y esa playa/ con la belleza de un purgatorio./ Puedes venir a visitarnos: te sentarás/ en la mesa junto a nosotras (…) `Casa, madre, paisaje:/ bienvenidos a la isla´”.