Ya sé que lo que sigue a continuación le importa a usted un soberano pimiento, lo mismo que a mí me pasa con lo que le importa a usted. Empatados, pero le voy a contar cosas personales, porque ya no podré hacerlo cuando pasen otros cincuenta años. Para entonces, seré polvo enamorado, como decía Quevedo, pero polvo al fin. Y es que esta semana pasada, mi mujer y yo hemos cumplido nuestras Bodas de Oro, es decir, cincuenta años de casados. Los romanos dirían L años, con ele de loco y de lunático.
Sin embargo, no me puedo explicar cómo ella ha podido aguantarme tanto tiempo. No solamente me ha aguantado, que ya tiene mérito, sino que me ha apoyado en todo. Me apoyó cuando me fue dando aliento para que siguiera estudiando y no dejara que mis células grises se fueran oxidando. Aprobé las oposiciones de magisterio, y en Zahara de la Sierra, mi primer destino, pasamos cuatro años. Probamos la sencilla vida de pueblo, cuando Zahara, llamada también de los Membrillos, era un auténtico pueblo; aquello fue un tiempo lleno de felicidad y ternura. Tuvimos una hembra y un varón, cuyas primeras infancias, lejos de la ciudad, fueron algo parecido al mundo idílico en que se movía Heidi, aunque yo todavía no era el abuelo de los Alpes. Tuve un problema: que me era imposible estudiar en la Facultad de Filosofía de Cádiz por el suplicio de las carreteras, que entonces estaban infernales y con un Lute perseguido por toda la serranía, aunque con un Federico Rey y Pili, su mujer, siempre dispuestos a llevarnos a La Isla en su Mil Quinientos. Ello no fue obstáculo para que ella me animara a seguir estudiando. Entonces, afortunadamente, nació la UNED y me enrollé año tras año hasta licenciarme en Filología Hispánica. Seguí estudiando, siempre con su apoyo, y terminé aprobando las oposiciones de Enseñanza Secundaria, en la especialidad de Lengua Latina. Cambio de tercio, esta vez en Institutos y en clases de Bachillerato. Después aprobé las oposiciones de Inspección Educativa, en la que estuve trabajando durante 23 años. Digo todo esto, no porque me quiera echar incienso, que solamente es humo, sino porque sin el apoyo de mi mujer todo eso me hubiera resultado muy complicado, por no decir imposible. Si había ruidos, me los apagaba, si los niños me molestaban, ella se hacía cargo de las molestias...
Hemos celebrado nuestras bodas de oro en Chiclana, ya que La Isla está muy cortita de hoteles y muy larga de supermercados, y, como comprenderán, no íbamos a celebrar nada en un supermercado.
Les tengo que confesar que ella no tuvo nada que ver con mi ingreso en este manicomio, aunque sí en algunos hospitales, en los que sobrellevó mi jodida enfermedad sin moverse ni un momento de mi lado. Eso ya pasó, también gracias a la ciencia, y ahora tiene permiso del director del manicomio para acompañarme, porque, como todo se pega, parece que ella también tiene un toque de locura.
Y hasta aquí hemos llegado a trancas y barrancas. Esperamos alcanzar también las bodas de diamante, las de platino y todas las que hagan falta, porque nos sentimos más jóvenes que nunca, aunque evidentemente jóvenes de espíritu.
Por todo ello, creía que ella se merecía al menos unas líneas como las que anteceden, para felicitarla, porque ha tenido temple para permanecer al lado de este loco más de medio siglo. Mantenemos la esperanza de que algún día, como el Quijote, recuperemos la razón. Un beso para ella y vamos entre los dos a por otros cincuenta, si nos dejan.