“Los países libres son aquellos en los que se respetan los derechos del hombre y donde las leyes, por consiguiente, son justas”. Robespierre.
En un estado de Derecho la sociedad debería tener los mecanismos para evitar colaborar, directa o indirectamente, en la lesión de algunos derechos fundamentales que se cometen a diario. No es así. Da la sensación que algunos de estos derechos los tenemos súper valorados y/o protegidos y, en cambio, otros los olvidamos y/o desprotegemos hasta que a uno mismo o a algún allegado le toca sufrirlo en carnes. Están escritos en nuestra Constitución, bien claros, pero parece que como tantas otras cosas no son más que papel mojado. Quizás como esa justicia comparada que tanto difiere entre unos y otros y que, por mucho que nos adoctrinen para convencernos de su equidad, no se sostiene, como esa otra social que frena un autobús en Madrid con un slogan rastrero y admite a una drag repulsiva parodiando a Cristo con tacones en Las Palmas.
Derechos. (1) “Los españoles son iguales ante la Ley sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. ¿De verdad? Todos conocemos ejemplos en los que a unos se les aplica la Ley con rigurosidad y, en cambio, a otros se les concede laxitud o bondad. Contar con resortes políticos o ser poderoso en su concepción más amplia de la palabra posibilita, entre otras cosas, tener un gran equipo de hábiles abogados que pocos pueden contratar y, además, la justicia parece que con demasiada frecuencia se pliega al poder del demandado VIP: Blessa, Rato, Pujols, Infanta, Urdangarín y un largo etcétera a diario lo demuestran. Siempre hubo clases, y en la aplicación de la justicia parece que también, de hecho sus delitos y condenas comparadas con otros casos por todos conocidos producen, como poco, inquietud.
(2) “Se garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen”. Ya me dirán cómo se garantiza cuando fácilmente se despelleja el honor y la imagen de cualquier persona, la mayoría de veces por envidia, resultando pasto de crueles comidillas sociales o de comentarios sin escrúpulos ni conocimiento de causa; valga como ejemplo nítido el devastador rodillo que son hoy las redes sociales. (3) “Se garantiza el secreto de las comunicaciones y, en especial, de las postales, telegráficas y telefónicas, salvo resolución judicial”. Garantizado está, y por eso no paramos de ver en televisión correos electrónicos, grabaciones de conversaciones telefónicas y pantallazos de whatsaap, que se muestran con absoluta impunidad.
(4) “La ley limitará el uso de la informática para garantizar el honor y la intimidad personal y familiar de los ciudadanos y el pleno ejercicio de sus derechos”. Ahí estamos, esperando que una Ley establezca un mecanismo rápido que permita parar los ataques al honor de las personas que, desde el anonimato, difunden calumnias y las expanden como la pólvora. En una hora, una injuria puede llegar a los ojos de cientos de miles de personas y no existe reparo posible ante el daño hecho.
(5) “Los ciudadanos tienen derecho a acceder en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos, con los requisitos que señalen las leyes”. Contémoslo a los ciudadanos que llevan veinte años sin poder acceder a un puesto de trabajo en las administraciones públicas, abarrotadas de trabajadores que han accedido sin oposición alguna y gracias solo a un dedo cercano. (6) “Todos tienen derecho... a un proceso -judicial- público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías”. Será que dos años, cuatro, seis o incluso diez no está dentro del concepto "dilación".
(7) “Todos tienen derecho... a la presunción de inocencia”. ¿Qué dicen a esto todos los que son tratados como condenados desde el minuto uno en que algún enemigo le pone una denuncia y no digo más si en un proceso judicial resulta imputado -ahora investigado-?; y luego, con ese proceso sin "dilación indebida", la sentencia sale absolutoria, tras varios años habiendo sido tratado como culpable, machacado además en redes sociales. Esta sociedad es proclive a acusar y enseguida cualquiera sentencia sobre otro como si hubiese nacido dentro de una toga, con birrete y puñetas de juez. (8) “El condenado a pena de prisión..., en todo caso, tendrá derecho a un trabajo remunerado”. Que se lo digan a Pilar Sánchez, como a tantos otros, que viene pretendiéndolo y no parece que con éxito.
(9) “Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo”. Los españoles dan fe de ello con 3.700.000 desempleados y un 10 por ciento de contratos basura.
(10) Libertad sindical. Es uno de los derechos fundamentales que nuestra democracia se ha encargado de súper valorar y proteger. Comprende el derecho de los trabajadores para organizarse en sindicatos y defender sus intereses laborales. Su ejercicio implica la representación de los trabajadores, a la negociación de sus derechos e intereses laborales y a la huelga. Un derecho tan necesario que, gracias a él, en España se han evitado abusos del empresario, discriminaciones, sueldos indignos y condiciones laborales injustas. Pero, a la vez, un derecho tan absoluto que puede conseguir paralizar la actividad económica de todo un país, sin medir la equidad entre el interés público y el particular de algún colectivo. Un derecho tan indiscutible que puede hacer inviable la gestión de una empresa si el sindicato mayoritario se empeña. Un derecho tan protegido que, además de contar con las medidas de presión sindical, disfruta de variadas herramientas legales para refugiarse. Para este derecho, las leyes sí se han afanado en implantar mecanismos y organismos públicos que, ante la denuncia sindical, el empresario se las ve y desea para demostrar su inocencia. Todo ello fue muy necesario y conveniente, pero en la actualidad la súper protección, a veces, no siempre, resulta desproporcionada e injusta. Sobre todo con el poder que los sindicatos saben que tienen. Es razonable que un sindicato luche contra una situación que lesiona derechos de los trabajadores, o que actúe con medidas de presión para conseguir mejoras en las condiciones laborales, pero nunca puede ser defendible que bajo el paraguas de una pretendida libertad sindical se actúe con intereses políticos para atacar a gobernantes o defender a otros gobiernos y ello aderezado de una manipulación de la realidad para que los trabajadores que les siguen crean que luchan por intereses laborales y no atisben la politización de los objetivos que persiguen sus líderes sindicales. Nunca puede ser admisible que la libertad sindical ampare ataques, permita que entren en la vida familiar y privada como pintar en las fachadas de sus casas o en el colegio de sus hijos, dañar vehículos privados. Esto no son actuaciones sindicales, es mafia y la sociedad debería tener mecanismos para protegerse de este tipo de acoso.
La libertad sindical viene a ser como la libertad de expresión, un paraguas que algunos usan para el todo vale y no todo vale; no deberían valer acciones que lesionan derechos fundamentales. Es reprobable que un sindicato que tiene su causa y objeto en la defensa de los derechos de los empleados emprenda un acoso con linchamiento público y persecución continuada contra algunos trabajadores porque ocupan puestos de cierto nivel o, quizás, porque a algunos estorbe su cualificación; tanto los organismos públicos como los propios medios de comunicación deberían cerrar el paso al acosador sindical. El sistema no reacciona, no activa mecanismo para frenar el abuso de actos que lejos de ser sindicalismo son burda camorra, rastrera y cobarde. Ahora que tanto se habla de poner cerco al acosador, hay muchos tipos de acoso legalizados y socialmente permitidos ante los que la Ley no se aplica.
Paz social. Si para un empresario es vital que su empresa no se paralice por conflictos laborales, tanto o más para los gobernantes de las administraciones públicas, en especial ayuntamientos, que cada decisión es medida con la calculadora que suma votos. Tras cuarenta años de democracia, algunos sindicalistas lo saben y manejan este dato. A nadie coge por sorpresa que un convenio negociado pocos meses antes de las elecciones se verá teñido de presiones más virulentas que si la negociación se lleva a cabo a principios de legislatura. Medidas de reducción salarial son impensables aplicarlas a partir del tercer año de gobierno porque el frente sindical será brutal y el gobierno de turno cuenta el número de empleados de la plantilla, lo multiplica por la media de familiares y amigos y le añade una cifra de ciudadanos a los que los trabajadores públicos influirán en su estado de opinión. Demasiados votos a perder. El resultado será ceder en la negociación a las demandas sindicales. Es un chantaje en toda regla que ha venido funcionando para los sindicatos que se mueven como pez en el agua con estas formas, no todos. Los convenios con mejores condiciones laborales y retribuciones más altas en todos los niveles profesionales son producto de una táctica que calcula con exactitud la presión y el miedo del gobernante. De hecho, los empleados públicos de los ayuntamientos son los mejores retribuidos del país: ¿es lógico? A igualdad de formación y de puesto de trabajo, en la empresa privada ni de lejos se alcanzan unos niveles siempre al alza y no pocas veces producto de la imaginación más retorcida para obtener beneficios sociales y conceptos que parezcan retribuir cosas nuevas, aún siendo por circunstancias ya retribuidas.
Los trabajadores públicos de nuestro país y, en especial los municipales, cuentan con unas condiciones laborales inmejorables. Andalucía es la comunidad con más funcionarios de toda España con 541.200 empleados públicos frente a los 1.777.000 asalariados que trabajan en el privado, lo que representa nada menos que el 23 por ciento del total -2.318.200 ocupados en 2016-. Andalucía supera a Madrid, con 458.200 funcionarios, y a Cataluña, 403.000, segunda y tercera comunidad. De la estadística se pueden extraer diversas conclusiones y, de entrada, ninguna aparentemente favorable porque retrata el escenario; el funcionariado está prisionero entre su apatía general, la desmotivación por la estrechez del abanico salarial que no prima los niveles de responsabilidad, el temor a correr riesgos y de ellos toparse frente a la justicia que, en este caso, se aplica con rigor, y la lucha sindical interna, muchas veces desgarrada y rastrera, para desde ella obtener lo máximo bajo la ley del mínimo esfuerzo. Al igual que al político honesto, trabajador y comprometido, que es mayoría, lo mancha el corrupto, al sindicalista de altura y credo, que es el que abunda y ha hecho tanto por los derechos de todos, lo humilla el villano que del chantaje y la rastrera persecución hace oficio rentable. Y lo hace amparado por la Ley escrita, esa contradictoria y que una vez aplicada no parece que proteja, mida o juzgue a todos por igual.
Bomarzo