Conductor de camión en los 60, ayudante de general en los 70, fotógrafo de cuartel en los 80 y marinero recorriendo el mundo en los 90. Veinte años después del fin del servicio militar obligatorio, cuatro exreclutas relatan a EFE sus experiencias en una mili que fue evolucionando de década a década.
LOS 60. "ALLÍ NO SE ANDABAN CON DELICADEZA"
José de Blas solo había salido una vez de su pueblo cuando cogió un tren de Toledo rumbo a la mili. Dice José que tiene mala memoria, pero recuerda perfectamente qué día era: el 22 de mayo de 1969, en pleno franquismo. Fue el comienzo de una "aventura" que duró un año (menos de lo habitual por entonces) y le llevó a conducir camiones a Melilla, una actividad que luego convirtió en modo de vida como camionero profesional.
"Iba un poquitín asustado. Tenía 21 años pero había salido muy poco del pueblo, solo había montado en el tren con 18 años para ir a Madrid a sacarme el carné de conducir", explica al teléfono desde Santander, a donde emigró hace 33 años.
El susto empezó ya un año antes, en 1968, cuando entró "en quintos". "Nos citaban en el ayuntamiento del pueblo, te medían y los que no daban la talla porque tenían menos de metro y medio, no iban. Tampoco los que tenían pies planos".
Luego, los llamaban a filas y comenzaba una experiencia donde "se aprendía mucho" y que ahora, dice, "vendría muy bien a más de cuatro".
"Había de todo, también chavales que no habían trabajado en toda su vida. Para mí, que estaba hecho al trabajo duro en el campo, la mili fueron unas vacaciones". José se fue de La Pueblanueva pesando 69 kilos y volvió con 85. "Venía fuerte. Mi madre decía: 'Aparte de hacerse un hombre, mi hijo ha venido más guapo'".
En Viator, Almería, pasó los primeros tres meses de instrucción, "de campamento", y luego juró bandera. Pidió destino en Melilla en Artillería porque quería conducir camiones y fue lo que hizo en los nueve meses siguientes.
De allí ganó tres buenos amigos, Basilio, Teodoro y Marcelo, estuvo una semana en el calabozo por ir "haciendo competiciones" con el camión y vivió, en general, "una buena experiencia".
Aunque, reconoce, "no se andaban con delicadeza". Una mancha en la espalda, que aún le pica, se lo recuerda. Es de la vacuna que les ponían a todos, que iban entrando en fila como en una fábrica: "el practicante te pinchaba una aguja, seguías andando, otro te ponía el líquido, seguías y otro te la quitaba".
En su mili estaban "los listillos" de Madrid y "los torpes" de pueblo, pero el sargento los "enderezaba a todos". Pepe recuerda que al final recibían "la verde", la cartilla de licenciamiento que, una vez al año tenían que renovar luego en el cuartel de la Guardia Civil. "Era por lo que suspirábamos todos".
LOS 70. "TODO EL MUNDO BUSCABA SUS TRAMPILLAS"
Paco Navarro pasó una mili cómoda, pero larga. Veinte meses que comenzaron en 1975, coincidiendo con la muerte de Franco. Tenía 20 años cuando se prestó voluntario para evitar que lo destinaran fuera. Por entonces estudiaba Arquitectura, pero no reunía las condiciones para las milicias universitarias.
"Como estaba un poco alterada España, el Ejército no se fiaba. Hasta entonces el soldado hacía el campamento y luego le destinaban a un regimiento de su zona, pero salió una ley por la que todo soldado tenía que hacer el servicio militar fuera de su región", explica desde su casa de Madrid.
Los primeros tres meses de instrucción los pasó en Colmenar Viejo, de donde recuerda las literas estrechas en una habitación con 200 más. "Era tan joven que no tuve ningún problema para dormir", aunque sí le estresaba el toque de diana de las seis. Era el único que bajaba a formar en calzoncillos, botas y gorra, lo mínimo que exigía el reglamento. "Tenías que ir a toda velocidad, como si estuvieran cayendo bombas".
Lo peor de Colmenar, las guardias. Hasta el punto de que le hizo un examen de instituto a un soldado a cambio de seis o siete. "Todo el mundo se buscaba sus trampillas".
Los 17 meses restantes los pasó como gastador (ayudante) de un general de división en el Gobierno Militar de Madrid. Allí iba de nueve de la mañana a dos de la tarde y prácticamente no hacía nada, reconoce.
"Cuando llegaba a las 9.30 salía detrás del general, le quitaba el abrigo y la gorra y los guardaba en su armario, me cuadraba y decía: '¿Ordena algo más? ¡A sus órdenes!'. Y me iba". Esperaba, muchas veces leyendo novelas, a escuchar el timbre y cada mediodía le servía un vaso de Trinaranjus. "Era una unidad de intervención rápida, no tardaba más de 40 segundos cuando sonaba el timbre", bromea.
La muerte de Franco le pilló en plena mili, pero solo recuerda que un mes antes reforzaron las guardias, que "se hacían larguísimas", y que el día que falleció él se quedó dormido. "Estaba acojonado porque llegaba tarde, pero gracias a que se había muerto no se enteraron".
LOS 80. "SE CUIDABA LA SALUD MENTAL"
Era 1986, con Felipe González en el poder de los primeros años de democracia, cuando Javier Antoñanzas hizo el servicio militar, también voluntario, con solo 18 años. "Cuando llegabas, de repente cortaban a todos el pelo y todo el mundo era igual", recuerda de sus primeros días en la Academia de Ingenieros de Hoyo de Manzanares, en Madrid.
"Estábamos en las luces y las sombras de esa democracia donde la policía todavía iba de marrón", por lo que reconoce que "los militares daban un poco de miedo". "Ahora me parece una profesión de lo más bonita, pero entonces se veían como una rémora del franquismo".
Su mili era más suave que en décadas anteriores y todos intentaban librarse "planchándose los pies", comiendo "como locos" para engordar antes del examen físico o alegando escoliosis.
En su academia no había calabozo y los castigos eran no salir el fin de semana. "Se cuidaba mucho la salud mental del recluta, te hacían un test psicotécnico al principio y luego había un sargento que se encargaba de detectar posibles casos de depresión".
Javier tiene una agencia de publicidad y ya con 18 apuntaba maneras. Había hecho un curso de fotografía y se dedicó a eso en la academia, pero por lo que era "famoso" entre los reclutas era por sus proyecciones en el cine.
"A los 10 minutos de empezar la película, cuando se había ido el sargento, la cambiaba y ponía otra subidita de tono. Entonces todos aplaudían", dice divertido.
Javier, que recuerda con "horror" la comida del cuartel y el toque de diana en calzoncillos, cree sin embargo que la mili le vino bien. "Noté que me nacían escamas nuevas que tengo todavía".
"Era hacerte más persona y un poco más adulto. Aprender el respeto a la amistad, a la solidaridad, al compañerismo. Me di cuenta de la igualdad, de la justicia... y de la injusticia. También hay que vivir la injusticia, eso es algo que me causó mucho 'shock'".
Una lección de vida que, opina, le vendría bien a los jóvenes. "Ahora que se habla tanto de las experiencias, estaría bien coger a los chavales y meterles una experiencia, no bajo el tema militar sino de otro tipo, que les sacara un poco de la comodidad de sus familias y de la sobreprotección".
LOS 90. BUSCANDO EL RUMBO ALREDEDOR DEL GLOBO
Javier Ugarte mamó en su casa la aventura y cuando tenía 23 años y estaba "un poco sin rumbo" consiguió alistarse en el buque Juan Sebastián Elcano para hacer la mili dando la vuelta al globo. Era 1996, a cinco años del final del servicio obligatorio.
Entró, explica, un poco de rebote, puesto que iba a embarcarse en una fragata rumbo a Yugoslavia cuando se enteró de que se habían abierto plazas en Elcano. "Había unas pruebas físicas muy serias y un análisis de sangre. Pasé ambas y me fui".
El arranque fue "demoledor" con una travesía con mar en contra de Cádiz a Canarias. "Fue como un golpe de realidad demasiado fuerte", con medio barco mareado y que les puso sobre aviso de los diez meses que les esperaban, "durísimos" pero inolvidables.
Javier hizo escalas en Puerto Rico, Panamá, California, Hawai, Japón, Tailandia, Seychelles, Egipto y vuelta a Cádiz, en un viaje del que se queda con las guardias de noche, cuando "el cielo se te cae encima", y con la "piña" de los compañeros,
Su rutina eran 8 horas de guardia diarias, la mitad de noche, en el puente de mando como timonel. El resto del tiempo se lo pasaba lijando, barnizando y puliendo metales.
Tanto trabajo que no importaba la estrechez del catre (dormían 60 en un camarote con filas de tres literas) porque, coincide con los seis amigos de Elcano que sigue viendo cada mes, "jamás hemos dormido mejor".
"Fue durísimo", repite una y otra vez, pero esa dureza, añade, "también hace más bonito haberlo conseguido". "Sabías que estabas viviendo algo que no ibas a volver a vivir".
A Javier, la experiencia de Elcano le sirvió para coger "perspectiva", aunque a punto de atracar no lo tenía tan claro. "Estábamos un compañero y yo mirando al mar llegando a Cádiz y los dos decíamos: '¿ahora qué hacemos?'".
Ya en tierra decidió que su futuro estaba en el cine y se fue a perseguir su sueño a Estados Unidos, donde encontró el camino que buscaba al embarcarse.