Y precisamente por este espíritu de cambio no sólo ha logrado ganar con una holgura que nadie daba por sentada de antemano en estas elecciones, sino que ha impulsado detrás de él a todos los candidatos al Congreso y el Senado estadounidense hasta asentar una mayoría que hacía mucho tiempo que no conseguían los demócratas en ese país, porque los comicios de ayer representan en todos los sentidos el punto y final al republicanismo más conservador y radical y a una forma de hacer política que sólo ha significado el rechazo mundial.
Pero conviene no olvidar que los motivos de una victoria electoral finalizan cuando se cierran las urnas y que, a partir de ahora, lo importante es saber si toda esta escenificación de cambio se va a convertir en una realidad o, cuanto menos, en parte de esa realidad que mucha gente ha querido ver detrás de la figura de Obama, porque una cosa es vender una imagen y otra, muy distinta, que luego su labor de Gobierno o las circunstancias de cada momento permitan llevar a cabo una gestión como la que se espera de él. Y aunque no será hasta primeros de enero cuando asuma el poder de los Estados Unidos, por delante va a tener suficientes problemas (crisis económica, la guerra de Irak y Afganistán, el enfrentamiento con todo el mundo árabe, y un largo etcétera) como para demostrar si es realmente la persona preparada para sacar adelante estos retos o, si por el contrario, se va a dejar llevar por la influencia de una sociedad norteamericana que nunca ve más allá de sus fronteras y que no está acostumbrada a cambios radicales.
Ese es el reto que tiene Barak Obama por delante pero al que llega en una posición de fuerza y de prestigio, ya que si algo ha sido claro en estas elecciones presidenciales es que el joven senador de Chicago ha conseguido unir a un pueblo y a medio mundo con un concepto de cambio que debe sentar las bases de la política de este siglo.